En “El oidor” Efraim Castillo transforma el acto de leer literatura en una experiencia cargada de significado político y existencial, donde cada inflexión de la voz revela la grieta entre el discurso oficial y la verdad del sentir popular. El escritor de todos los géneros, publicista y periodista galardonado, nos invita a adentrarnos en un universo en el que la palabra no es meramente un instrumento de comunicación, sino el reflejo de una lucha constante entre la autenticidad y el mandato autoritario.» Publicado en octubre de 1988 y recogido en la Antología del cuento dominicano de Diógenes Céspedes (Premio Nacional de Literatura 2007), el relato se presenta como una meditación sobre la relación entre lenguaje y poder. La narrativa, a través de la figura de Larancuent –lector y portavoz– y su interlocución con el oidor), nos invita a reflexionar sobre la función del discurso, la neutralidad aparente y la subversión que se insinúa en cada inflexión de la voz.
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El cuento se despliega en un espacio confinado –una habitación angosta y oscura– que, a la vez, simboliza el estrecho margen entre la rutina diaria y la emergencia de la perturbación. La escena se sitúa en el mundo ritual de la cotidianidad: el General, el reloj parlante, la disposición de periódicos, cartas, casetes y objetos cargados de reminiscencias históricas y culturales. Cada detalle, desde la disposición de los sombreros hasta los objetos personales, funciona como un recurso narrativo que a la vez que nos ubica recuerda la complejidad del tiempo y la memoria. Todo ello nos permite interpretar la habitación como un microcosmos. La metáfora del «cuarto oscuro» adquiere una resonancia particularmente aguda, ya que no se trata de una oscuridad elegida, sino de una consecuencia involuntaria, que le impide acceder a la claridad que la erudición y sensibilidad del oidor demandan. Este espacio simboliza tanto la limitación física que obstaculiza su capacidad para discernir la compleja realidad, como la oscuridad política que se cierne cuando un general, encarnación de un poder militar inflexible y autoritario cuida la puerta del confinamiento elegido, cárcel metafórica provocada por su ceguera. Y así, a pesar del profundo conocimiento de la Historia y la naturaleza humana, la convergencia de una ceguera física y política limita la visión crítica y la revelación de verdades ocultas.
La estructura dialógica se convierte en el eje sobre el cual se articula el conflicto central: el choque entre la lectura “neutral” impuesta por el poder y la inevitable inflexión personal que amenaza con desvelar verdades ocultas. Esta interacción, cargada de tensiones y silencios elocuentes, es el motor de la narrativa, en la que cada pregunta y cada respuesta adquieren un significado que trasciende lo literal, transformándose en metáforas de la lucha entre la opresión y la libertad de expresión, pero sobre todo la verdad sospechada. El oidor, consciente de la verdad oculta que el círculo de poder esconde—la auténtica sentir del pueblo—se resiste a que Larancuent continúe siendo su lector porque la forma en que éste imprime matices y autenticidad en su lectura expone realidades incómodas que él prefiere mantener en la penumbra. Fingir ignorancia le permite evitar tener que confrontar y reaccionar ante esas verdades, protegiendo así la imagen de control y neutralidad que su posición exige. Además, al percibir en la lectura una traición a la supuesta objetividad impuesta, el oidor se siente engañado y amenazado, pues cada inflexión subversiva pone en evidencia el desfase entre el discurso oficial y el sentir popular, desestabilizando el delicado equilibrio que ha construido para sostener su autoridad.
Uno de los aspectos más destacados del cuento es el tratamiento de la voz de Larancuent, cuya habilidad vocal le ha permitido ascender en el mundo de la radio, es presentado como un “rapsoda” moderno, cuya voz –capaz de modularse en timbres graves y agudos– es a la vez herramienta y símbolo. El relato se deleita en el análisis de la calidad de su entonación: la neutralidad que se le exige contrasta con la musicalidad natural de su discurso, que irónicamente revela sus emociones y, por ende, sus pensamientos subversivos. La narrativa despliega una riqueza poética en la descripción de este acto de leer: el lector no solo transmite información, sino que lo hace impregnando cada palabra de una cadencia que se asemeja a un canto o a una melodía. Esta dimensión casi lírica, evidenciada en expresiones como “la voz que culminaba las censuras en ascensión melódica” o la comparación con “un viento que se desliza sobre los acantilados”, en la que el lenguaje adquiere una función estética que desafía la frialdad de los textos noticiosos.
El uso de metáforas, hipérboles y descripciones sensoriales –como el olor a axilas sudadas, la imagen de los “sombreros de diferentes épocas” o el detalle casi táctil de los “hilos secretos”– enriquece la textura del relato y subraya la dicotomía entre la apariencia y la realidad, entre lo que se dice y lo que se oculta. Así, la voz de Larancuent se convierte en un instrumento de revelación, un vehículo capaz de transgredir las barreras impuestas por la autoridad. Los hilos que usa el oidor en la habitación para movilizarse o guiarse representan las estructuras de poder y control que él maneja. Estos hilos, que él sigue cuidadosamente para orientarse en la oscuridad, simbolizan las líneas de comunicación y las intrincadas conexiones que existen en los círculos de autoridad, cuyo funcionamiento se mantiene oculto del resto. Así como el oidor se agarra a esos hilos para moverse, el poder en su entorno se basa en estos lazos invisibles, que permiten que el control se mantenga sin que se perciba abiertamente, dentro de la ceguera o la ignorancia colectiva.
El cuento no sólo presenta una relación entre amo y esclavo, sino que se erige en una reflexión sobre cómo el lenguaje y la forma de comunicar se emplean como herramientas para mantener y ejercer el poder. El oidor exige una lectura mecanizada y neutral, incapaz de revelar cualquier matiz personal que pudiera alterar la imagen que se proyecta ante el pueblo. Sin embargo, la transgresión de Larancuent –su voz, impregnada de inflexiones propias– se interpone en ese discurso controlado y se erige como una amenaza…
“—A usted lo engañan, Doctor —miró a su oidor a los ojos y no observó ninguna señal de asombro en ellos. ¿Qué hombre es este que no se inmuta al saber algo así?, se preguntó Larancuent y sintió un leve escalofrío subiéndole por la espalda. Entonces comprendió que debía decir todo o no decir nada, optando por lo primero: —¿Me oyó, Doctor? ¡Lo engañan!” (Castillo, 1988)
La “gente cabizbaja” que se menciona se convierte en el reflejo de un sentir colectivo, de una población que, a pesar de la aparente felicidad, vive inmersa en la incertidumbre y el desencanto. Esta tensión se traduce en una confrontación simbólica: el lector se ve forzado a elegir entre la sumisión a una lectura “limpia” y la urgencia de transmitir una verdad, por tenue que sea, sobre el estado de ánimo de la sociedad. Si lo hace para enrostrarle al amo la impotencia proveniente de su ceguera; para vengarse o para liberarse, son interpretaciones posibles. El diálogo final revela la fragilidad del poder del oidor, que, al rechazar a Larancuent como lector, trata de controlar el discurso y evitar enfrentar las verdades incómodas. La interacción sugiere que Larancuent podría haber engañado al Doctor, aprovechándose de él, al recibir una casa mientras gestionaba otra a sus espaldas. De esta forma, Larancuent no solo cumple con su rol de lector, sino que también subraya las tensiones ocultas, revelando su propia resistencia: asunto insoportable para el oidor.
Finalmente, queremos destacar que, en los escritos del autor, la poética del lenguaje con su juego de tonalidades, metáforas y descripciones sensoriales, se convierte en el medio para revelar la complejidad de una sociedad en la que la verdad y la apariencia se entrelazan en un nudo gordiano. En síntesis, “El oidor” se erige como una obra compleja y profundamente crítica, que trasciende lo meramente literario para adentrarse en el terreno de la crítica social y política, recordándonos que, en última instancia, el lenguaje es tan libertador como opresor, dependiendo de quién lo maneje y con qué intencionalidad. Y en el caso de Efraim Castillo, Premio Nacional de Literatura 2025, su poderosa palabra es un medio de liberación y de transformación.
Nota: para leer el cuento completo:
https://cauceliterario.blogspot.com/2024/12/el-oidor.html?m=1.