El mito y la tradición parecen ir de la mano en lo que respecta al comportamiento humano en un determinado contexto histórico geográfico. Mis recuerdos abarcan un período que se extiende desde los inicios de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del nuevo milenio. En el entorno campesino se distinguían las personas saludables y los enfermos. Un quebranto de salud implicaba una interrupción en el acostumbrado diario quehacer de la persona. Se hablaba de “Fiebre mala”, “Pasmo”, “Disentería” y de “La gota” para referirse a la malaria, tétanos, tifoidea y epilepsia respectivamente. La abuela, la comadre y la curandera conformaban los primeros pasos en la atención primaria. Las tisanas o infusiones aunadas a los ungüentos y purgantes agregados a los ensalmos eran la primera línea de tratamiento. El encamamiento y la dieta iban de la mano. El pronóstico era un rumor que corría de boca en boca con cierto cuidado o discreción. Se hablaba de que fulano estaba malogrado que significaba que sufría de tuberculosis pulmonar, o de que perencejo había perdido la razón porque le habían echado un mal, o estaba poseído del demonio.
Las parturientas complicadas y los ancianos con males crónicos progresivos eran bajados de la montaña en litera hasta el pueblo con la esperanza de que la ciencia quizás lograba salvarle ante el fracaso de los remedios caseros y la terapia de los curanderos. La madre hacía “promesas” a su Santa o Santo favorito, compromiso a cumplir de forma sagrada en caso de recuperarse el estado de salud. Las pigmentaciones y angiomas de la piel infantil se interpretaban como antojos incumplidos por la embarazada, o evidencias de rasgo paternal heredado. Al recién nacido se le colocaba un azabache o resguardo en la muñeca o alrededor del cuello para evitar el “Mal de ojo” transmitido por la envidia y el odio escondido por uno que otro resentido o enemigo oculto.
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Tan potentes y arraigadas eran las creencias que recuerdo durante mi pasantía de ley en 1967 la consulta de una atormentada señora de unos 40 años quien me aseguraba que era víctima de un mal en forma de un “viento” que una bruja le había soplado en el pecho. Durante el sueño le habían instruido que me visitara para que mediante una pequeña operación le extrajera el gas malsanamente inoculado. Tan creída, sugestionada y convencida estaba la señora que comprendí como una más rápida y efectiva terapia inyectar en el costado derecho un centímetro cúbico de novocaína con adrenalina, seguida de una minúscula incisión, y así de inmediato suturar la herida. La paciente me expresó durante el acto que percibió la salida del gas y que se había sanado. Una semana después ella y su familia me obsequiaron un borreguito como muestra de agradecimiento por la “cura”.
Si Gregorio Mendel, Charles Darwin, Sigmund Freud y Carl Jung resucitaran me servirían de soporte para entender el fenómeno de la herencia, la evolución de las especies y la interpretación de los sueños, así como la importancia del simbolismo para comprender el pensamiento social del Homo sapiens urbano de hoy. O quizás la inteligencia artificial y el Chat GPT me den una respuesta más rápida. De todos modos, recordar es vivir.