La tradición que acompaña al árbol de Navidad parece tener orígenes en la cultura celta. Habrían sido los druidas, antiguos sacerdotes celtas, quienes decoraban los “abetos” (pinos) con cintas, campanitas y animales votivos para ganarse el favor de los espíritus. Los vikingos también practicaban el culto al abeto en el norte de Europa, considerándolo capaz de poseer poderes mágicos. Los árboles se adornaban con frutos para propiciar la “vuelta a la vida” que traería la primavera. Se trata de una tradición que se remonta a los cultos paganos, que los pueblos germánicos y celtas hacían coincidir con “Yule”, las celebraciones vinculadas al solsticio de invierno.
Las plantas de hoja perenne (siempre verde) han tenido un significado especial. El hecho de no perder nunca sus hojas, simbolizaba la fuerza de la vida y su capacidad de vencer el mal, la oscuridad y la muerte. Embellecer la casa con ramas de hojas perennes significaba protegerla de las influencias del mal y de las brujas, fantasmas, espíritus y enfermedades. Muchos cultos antiguos identificaban al sol con un dios, que se debilitaba durante los meses de invierno.
El solsticio de invierno, el momento más oscuro del año, también marca el momento en el que el dios sol comienza a resurgir de nuevo. Las plantas de hoja siempre verde mantuvieron viva esta esperanza durante los fríos y oscuros meses de invierno, recordando a los creyentes que el invierno terminaría.
Los egipcios adoraban al dios “Ra”, el dios sol, que comenzaba a recuperar sus fuerzas en el solsticio. Los fieles para celebrar ese feliz momento adornaban sus hogares con juncos de palmeras verdes, símbolo de vida y de esperanza.
Los antiguos romanos solían decorar sus casas con ramas de pino y regalarse una ramita de abeto como deseo de buena suerte.
El árbol siempre ha acompañado la existencia del hombre y desde los albores de la conciencia ha sido modelo de comparación e identidad, pero también de transformación. Una antigua tradición quiere que sea una metáfora de la vida que remite al ciclo de la naturaleza y que con su eje vertical atraviesa todas las zonas cósmicas: la tierra, el espacio subterráneo y el cielo.
Extendido en las civilizaciones prehelénicas, el culto al árbol presuponía diferentes ritos y celebraciones específicas que servían para subrayar los pasajes y cambios que regulan la existencia, como la alternancia entre nacimiento, muerte y renacimiento. Rituales y mitos dieron origen al Árbol de la Vida, mencionado en el Apocalipsis de Juan como símbolo del “centro” desde donde todas las cosas se originan y se renuevan.
La llegada del cristianismo no elimina esta costumbre, los árboles de abeto (pino, árboles siempre verdes en todas las estaciones del año), árboles de hoja perenne, emblemas de la vida eterna, símbolo de Jesucristo, árbol de la vida en la Biblia. La típica forma triangular del abeto representa la Santísima Trinidad.
En 1441, en Tallin, Estonia, se instaló el primer abeto decorado en la Plaza del Ayuntamiento, Raekoja Plats, alrededor del árbol, jóvenes solteros y solteras bailaban para buscar su alma gemela.
En Riga, Letonia, una placa escrita en ocho idiomas en 1510 habla de un árbol decorado en la plaza de la ciudad. E Bremen, Alemania, en 1570 se cuenta de un árbol adornado con nueces, manzanas, dátiles y flores de papel.
En 1611 se narra sobre un árbol de Navidad en el interior de la casa de la duquesa de Brieg en Alemania. En Francia, el abeto navideño llegó en 1840, gracias a la duquesa de Orleans. Fuentes atestiguan que en 1539 se erigió un árbol de Navidad en el interior de la catedral de Estrasburgo.
La tradición se extendió tanto que en 1554 la ciudad de Friburgo, Alemania, prohibió la tala de árboles en Navidad. Martín Lutero pudo haber sido el primero en decorar el árbol de Navidad con luces, después de un paseo por un bosque, donde la única fuente de iluminación eran las estrellas titilando en el cielo.
Iluminar el árbol de Navidad alude a la importancia de la luz después de la larga noche de invierno, aquella que sirve para iluminar el conocimiento, vencer la ignorancia y atenuar la oscuridad del inconsciente.
Evidentemente, Lutero utilizó velas para sus decoraciones, ya que la luz eléctrica fue un invento del 1882. La costumbre de equipar el árbol de Navidad con luces eléctricas se atribuye al estadounidense Edward H. Johnson, socio de Thomas Edison. Johnson fabricó luces eléctricas para decorar el abeto decorado de su casa en 1885.
El primer árbol de Navidad de Italia fue realizado en la segunda mitad del siglo XIX por la reina Margarita de Saboya, esposa del rey Umberto I. La reina quiso iluminar la Navidad con árbol en el Palacio del Quirinal (sede del Gobierno). La novedad gustó mucho a la gente y el abeto navideño empezó a aparecer en los hogares y ciudades italianas, marcando, junto al Pesebre, la llegada de la época más bella y evocadora del año.
El árbol, símbolo por excelencia de las fiestas navideñas, cuyos orígenes, se pierden a lo largo de los siglos, y cualquiera que sea el punto de partida más allá de los Alpes, los Estados bálticos o Suiza, cualquiera que sea el periodo histórico, 1400 o antes, el lugar de nacimiento es sin dudas una Plaza de la vieja Europa, la plaza, el punto de encuentro en el cual se reconoce una comunidad urbanísticamente definida como un espacio vacío rodeado de edificios que viene ocupado por actividades temporáneas colectivas como por ejemplo, el mercado, las ferias, las celebraciones, etc.
El árbol de Navidad coloniza todas las naciones del mundo, desde hace un siglo. Todos los presidentes de los Estados Unidos han competido con el impresionante encendido de sus luces. En el siglo XX, el árbol de Navidad se convirtió en un símbolo de gratitud y paz: el árbol de Trafalgar Square, en Londres, atestigua la gratitud de los noruegos que lo donan cada año a los ingleses en memoria de la Segunda Guerra Mundial; el de Plaza San Pedro en el Vaticano, encargado por Juan Pablo II quien, entre otras cosas puso fin al supuesto contraste entre árbol y el pesebre en contexto cristiano. Independientemente del contexto arquitectónico, ya sea la columnata de Bernini o el Rockefeller Center de Manhattan, el símbolo navideño sobrecargado de luces y adornos une a las personas y los pueblos, apareciendo en 1997 en la estación orbital rusa MIR, un cuadrado tecnológico en el espacio que habla de paz universal, hoy un espejismo más lejano que los vacíos siderales.
En nuestra imaginación, el árbol de Navidad recuerda inmediatamente escenas de nuestra infancia, fiestas, regalos, comidas y cenas con amigos y familiares, una dimensión fuertemente relacional. Sin embargo, desde el punto de vista psicológico el simbolismo del árbol de Navidad no tiene tanto que ver con las relaciones con los demás, sino con la evolución del individuo, con su crecimiento y su renovación personal. Para el psicoanalista C. G. Jung, el árbol de Navidad es el símbolo del proceso de identificación, es decir, ese proceso de crecimiento personal que nos lleva a cada uno de nosotros a convertirnos en una persona independiente, el árbol de Navidad es símbolo de transformación y autorrealización.
El árbol de Navidad, para Jung, no se trata de nuestra relación con los demás, sino con nosotros mismos. El desarrollo vertical del abeto, acentuado por la costumbre de colocar una estrella en su copa, recuerda nuestra necesidad de acercarnos a lo divino y a lo espiritual y hace del árbol de Navidad un instrumento de comunicación entre el cielo y la tierra. Desde el punto de vista psicológico representa ascender a un nivel superior, tener un mejor conocimiento de nosotros mismos, afrontar nuestras dificultades con una perspectiva más amplia, alcanzar la reconciliación con nosotros mismos. Por su intensa connotación emoción, el árbol de Navidad puede despertar emociones y recuerdos tristes y felices. Tristes de personas y familiares que no están en este mundo. Pero también, en mi caso, la felicidad, el nacimiento de Adria Isabella, el 23 de diciembre del 2004 en Milán, Italia.