En un ascensor, me preguntan de sopetón: “¿por qué usted insiste en que es mala la extinción de dominio?” Ante tal cuestión, confieso que solo atiné a responder: “si tienen dudas sobre la extinción, interroguen a los dinosaurios”.
Y es que parecida catástrofe es lo que ha ocurrido con el proyecto de ley de extinción de dominio pendiente de aprobación en el Congreso. Una institución necesaria para combatir la criminalidad económica organizada, transnacional y nacional, y exigida por la Constitución, ha sido desvirtuada para abarcar infracciones, entre ellas la estafa -infracción penal involucrando particulares y que no justifica que el Estado se apropie los bienes de un infractor enfrentado a una víctima privada-, más allá de los delitos de corrupción y narcotráfico, expresamente señalados por el articulo 51 de la Constitución, y contemplando ilícitos actualmente no sancionados por nuestras leyes penales, como ocurre con el delito civil del enriquecimiento injustificado.
Sobra decir que la extinción de dominio debe ser establecida conforme el ordenamiento jurídico constitucional, por lo que viola la Constitución su retroactividad, el hecho de que el titular de la propiedad debe probar la licitud del origen del bien sujeto al procedimiento, que la extinción de la propiedad es independiente de un juicio penal que declare la comisión de un ilícito y de que los ilícitos están contemplados en el proyecto de ley de modo tan genérico que no remiten a un tipo penal específico.
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Esto sin contar que la ley debe ser orgánica, pero será aprobada como ordinaria, lo que demuestra que, como decía el profesor Juan Bosch, en política hay cosas que se ven (la oposición a la extinción de dominio por su inconstitucionalidad) y cosas que no se ven (aprobar tal institución por ley ordinaria para que el Tribunal Constitucional tenga que anularla por inconstitucional, retornándonos al status quo ante).
Esta ley emerge en medio de un peligroso clima antiempresarial, azuzado desde traicioneras redes y medios digitales, frente a un Gobierno que, como el de Luis Abinader, está firmemente comprometido con las alianzas público-privadas, los proyectos país y la construcción, vía el sector privado, de las grandes infraestructuras.
Ojalá se pueda aprobar una ley de extinción de dominio conforme a nuestro ordenamiento jurídico-constitucional. Y que pueda ser efectiva y no prestarse a la extorsión, como bien ha advertido la siempre lúcida y valiente Procuradora General de la República, Dra. Miriam Germán, ni tampoco a la distorsión, como ya lamentablemente ocurre con la ley de lavado de activos y la injustificada e irrazonable imposición de medidas de coerción penales.
Todo indica que esta inconstitucional ley será aprobada por nuestros legisladores. Solo la familia de Judas estará agradecida de tal hecho, que nos llevará a vivir en un país que, parafraseando a Chávez, bastará, para hacer desaparecer la propiedad, con decir: “¡extíngase!”. Hasta aquí nos condujo el “mesianismo de la represalia”, extrayendo fondos de los “bancos de la ira” y encarnando las demandas vengativas y el resentimiento politizado de irresponsables señoritos diestros y siniestros, con su insoportable moralina demagógica y su hiperpolitizada “apoliticidad”, que tiene como chivos expiatorios a los partidos del sistema y a los empresarios tildados de parásitos sociales, en una república que, como la dominicana, paradójicamente todos queremos ser legítimos propietarios y no explotados proletarios.