El Mundo que quedó atrás: Relatos de adolescencia

El Mundo que quedó atrás: Relatos de adolescencia

Compartíamos horas enteras, pero se fue haciendo insoportable cuando el resto de la pandilla iba al parque de tarde a estudiar o nos sentábamos en el malecón a ver pasar a las muchachas y a pedantear con frases bellas sacadas de un libro recién leído.

Tony era servicial por naturaleza y todos apreciábamos en su justo valor su amistad fiel y su deseo de halagarnos. Pero a medida que pasábamos de curso se nos iba distanciando. Lo hacía a propósito porque quería evitarse el dolor de una separación rápida y definitiva. Nos lo hizo una noche de cielo encapotado y fría, mientras lanzaba piedrecitas contra las embravecidas olas que rompían sobre el acantilado presagiando una tormenta.

Habló con la crudeza de su fina inteligencia incultivada: “Pertenecemos a dos mundos”, nos dijo con esfuerzo evadiendo la mirada. Claudio, que se pasaba de listo, trató de desviar la conversación con una salida típica: “No seas presumido”.

Lo que Tony quería decirnos y no podía era que nuestra larga amistad estaba llegando a su fin. Tendría que ser así por fuerza natural. Realmente eran dos mundos. Él fue el primero en comprenderlo. Se dio cuenta cuando comenzamos a fastidiarnos una tarde de domingo a la entrada de una fiesta, con su conversación aburrida por la falta de temas.
José Américo había tratado de persuadirle de que fuera a un instituto.

Él insistía con evasivas, en que era algo tarde. Era apenas un muchacho como nosotros, pero se moría de vergüenza exhibiendo su ignorancia. “Bastaría con que aprendieras mecanografía”, le dijo uno del grupo un día. “Si pudieras leer con facilidad, ese oficio te ayudaría; después alguna lección de inglés y ya está”.

Tony sabía que no era tan fácil. Le horrorizaba imaginarse sentado ante un grupo de párvulos y frente a una maestra adusta, quizás de su misma edad, deletreando palabras de las que huyó consistentemente cuando tuvo mil oportunidades siendo niño. Y no se decidió.

Los pocos libros que había en su casa los vendía a un viejo encuadernador de la calle Pina para comprarse sandwiches y batidos de frutas donde Dumbo, uno de nuestros lugares favoritos. Su práctica nos contagió y en un momento parecía que no quedarían tampoco textos en las casas de Claudio, José Américo y la mía que no correrían la misma suerte.

Cada vez eran menos los vínculos entre él y el grupo. Nosotros íbamos descubriendo horizontes nuevos. Nos lo mostraban las novelas y el cine, cada libro que llegaba a agrandar nuestra todavía pequeña dimensión del mundo. Ya se estaba haciendo difícil para el propio Tony permanecer en el ambiente. Y se le notaba triste. Se amplió tanto la brecha, que él mismo nos rehuía. Se alejó de la esquina donde había hecho un ritual la reunión previa al plan nocturno cada día, bajo aquel roído poste del tendido eléctrico, testigo mundo de tanto secretos juveniles.

La separación había afectado tanto a Tony que perdió el apetito. En pocas semanas rebajó de forma tal que parecía un esqueleto, con su cara larga, de inmensa nariz, más fea que de costumbre. Se hizo el indiferente y apenas nos saludaba.

Llegó el tiempo de la universidad y cada cual enderezó su propia vida. Tony, que ocultamente se empeñaba en estar a la par con el grupo, nos dijo solamente un día: “Se bifurcan nuestros caminos ¿eh?”.

Después el tiempo hizo el resto. Mi familia abandonó el barrio, Claudio se fue al exterior en busca de un título y lo mismo hizo José Américo. Los demás o encontraron empleo o se hicieron de otro ambiente. Tony siguió allí recorriendo las mismas calles, deteniéndose noches enteras en la misma esquina para charlar despreocupadamente, matando su soledad en el recuerdo de viejos momentos felices.

La vez que, cambiado y con extraño acento, Claudio regresó para irse de nuevo, preguntó por el amigo de antaño. No sabíamos que el tiempo continuaba detenido para él y que en sus rondas de sonámbulo por el parque, Tony seguía recordándonos como aquel día en que la separación se hizo inevitable.

Teófilo era un buhonero excepcional, y no porque tarareaba a Tchaiskovski. Había aprendido a hacerlo gracias a su oído sorprendente. Estuvo por años llevando carbón a la casa de un integrante de la sinfónica que tenía por costumbre subir el volumen de su aparato donde solo estaba permitido tocar a los clásicos. La sensibilidad de aquel hombre andrajoso traspasaba la frontera de la música que silbaba sin llegar a entenderla.

En el barrio llamaban a Teófilo nuestro músico frustrado favorito y eso no le disgustaba. Su alma era más la de un fino compositor que la de un haraposo carbonero, aunque sólo pudiera seguir algunos aires de La Patética, la muy conocida sinfonía de Tchaiskovski.

El día que se molestó cuando le interrumpimos mientras entonaba una obra clásica, que poco antes había escuchado por primera vez en la casa de su cliente, para tararearle una guaracha, nos convenció de su alma de soñador. Solíamos, en plan de burla, llamarle el risueño y era la pura verdad porque siempre estaba de buen humor.

Había, sin embargo, detrás de aquella sonrisa perenne un profundo dejo de tristeza que dejaba traslucir el sabor amargo de su desdicha.

Una tarde bajo un fuerte aguacero, le inducimos a contarnos su historia. Tenía una facilidad de expresión rara entre su gente, porque supo aprovechar los pocos años en que tuvo la oportunidad de ir a la escuela cuando niño.

Su padre era solo un recuerdo sin rostro en su vida y de su madre le quedaba la huella de un latigazo en la espalda. Comenzó a soñar la tarde en que una maestra tocó su hombro apenas cubierto de harapos y le dijo: “Si continúas esforzándote, llegarás, hijo mío”.

Pero no pudo. Unos meses después tuvo que abandonar la escuela para vender paletas. Luego limpiaba zapatos en el estadio de béisbol y terminó lustrando las paredes de la cocina de un restaurante, antes de que lograra independizarse adquiriendo una carretilla y dejando un poco de dinero para iniciar un pequeño negocio propio de carbón.

No era nada, aunque sí todo lo que había tenido en la vida y estaba orgulloso. Le abrazaba la manía del sermón, una cualidad que ejercía frente a nosotros, sus amigos, con una consistencia que embriagaba. “Están en un error”, nos dijo en una oportunidad. ”Los jóvenes no deben perder su tiempo en trivialidades”, una palabra, esta última, que había escuchado días antes de nosotros.

Nuestra costumbre era sentarnos bajo un almendro a oírle cómo mejoraría el mundo y él se ufanaba de esta atención.

Los días que olvidábamos esperarlo nos costaban sus reproches. Era tal su sensibilidad que a causa de una broma pesada en una ocasión permaneció dos semanas sin hablarnos. Como la venta de carbón era exigua, de noche se la ingeniaba para ganarse unos centavos extras cantando ante parroquianos de bares y restaurantes sórdidos, porque Teófilo también cantaba. Claudio, que hubiera dado la vida por ser un tenor, solía motivarle para que nos cantara retándole a un dúo.

Esto era lo único que entretenía a Teófilo de su trabajo. Y en medio de su desolación inmensa era una terapia para su alma escondida de artista.

En la plazoleta del parque los sábados en la mañana jugábamos béisbol con una pelota de goma, a pesar de que éramos ya casi hombres. Como nunca lográbamos juntar los jugadores necesarios, Teófilo hacía casi siempre de receptor.

Era un bateador temible pero el otro equipo lo neutralizaba dándole base internacional. Para estimular su orgullo, que la adversidad no había alcanzado destruir, los compañeros le transferían hasta con las bases llenas, aun cuando con esto se perdiera el partido.

Con el tiempo, Teófilo llegó a ser uno más del grupo. Por eso cuando tuvo oportunidad de un negocio mejor y se fue sin avisarnos, fuimos a la casa de Claudio y lo celebramos escuchando toda la tarde a Tchaiskovki.

La tarde en que brigadas del Ayuntamiento derribaron un enorme almendro para levantar una estatua de Baden Powell, los muchachos del parque guardamos un minuto de silencio.