Los resurgimientos del barroco y las fijaciones de un neobarroco literario en la cultura occidental, y particularmente en Hispanoamérica, entrañan la innovación de memorias estéticas que permiten remover determinados núcleos de la historia literaria, y la emergencia de sistemas axiológicos relacionados con contenidos sociales, históricos, políticos y de mentalidades.
Luego de la revaloración morfológica que Wölfflin propuso del barroco frente al clasicismo renacentista a partir de sus ya célebres cinco parejas de conceptos, la discusión polarizada entre considerarlo “constante metahistórico del espíritu” o fenómeno específico históricamente situado ha empezado a debilitarse. Debilitamiento acrecentado cuando se considera al barroco como un “código” o “sistema” cultural en cuyo interior se cruzan componentes formales ubicados en determinados contextos históricos. No es casual entonces la aparición de lecturas y de reivindicaciones del barroco en Europa occidental (Deleuze, Maraval, Scarpetta, Calabrese) que propician la reconsideración de la crisis de la modernidad y el estudio de la posmodernidad misma: de una parte, la concepción del barroco como posibilidad de salvar o de potenciar la agonía de una modernidad estética a través de reciclajes posmodernos de aquél—artificialidad, sobrecodificación, representaciones delirantes–; de otra, la consideración del barroco como un “síndrome”, análogo al ocurrido a comienzos del siglo XX, que revela el “malestar y—por qué no—las patologías de la cultura moderna”(Chiampi).
En efecto, no es posible desconocer que varias tendencias postestructuralistas restauraron discursos analógicos sobre el barroco más allá de su consideración como arte de la Contrarreforma y del absolutismo, y se centraron más bien en una modernidad barroca relacionada con nuevas teorías sobre la imagen y sobre la visión. De allí la actualidad del pensamiento baudrillardiano, en cuya perspectiva es explicable la excitación que en nuestra época ejerce la imagen barroca, la cual debe disimular una ausencia, se reelabora hoy como simulacro de presencias, ya no se trata de una mera distorsión visual de una verdadera anamorfosis que revela el carácter convencional de las categorías de la visión. Asimismo, a mediados de los años sesenta Michel Foucault establecía la crisis de representación al percibir la desaparición durante el siglo XVII de la identidad lenguaje-mundo (palabras y cosas), discontinuidad que solo deja espacio para los juegos ilusionistas: el “trompe l´oeil” del teatro, las quimeras, los fingimientos, los travestismos y todos los dispositivos con que la imaginación sufre la disociación de la semejanza.
Otros impulsos asociados con el retorno del barroco provienen de Lyotard, para quien la estética posmoderna acentúa la capacidad de concebir el texto y el mundo, quizás para demostrar la existencia de un residuo irrepresentable, concepción emparentada con la fascinación barroca por las alegorías de lo opaco y de lo oscuro y su gusto por lo no legible e indescifrable de la realidad. En efecto, a partir de la década de los años ochenta del siglo XX hasta nuestros días han emergido y se han actualizado discursos continuamente interceptados: relecturas del barroco histórico que encuentran fuentes subterráneas con el siglo XX o redefiniciones del mismo ya no como esencia transhistórica sino como rasgo operativo que permite aprehender el carácter polimórfico de la modernidad; a la vez se destacan conceptualizaciones según las cuales modelos cosmológicos nacidos en la segunda mitad del siglo XVI resuenan en el ámbito cultural y explican el descentramiento del barroco histórico, y, al evolucionar, desembocan en una nueva inestabilidad cósmica cuyo correlato sería el neobarroco (Sarduy). En otras vertientes conceptuales, este se constituye en “era” o “gusto” característico de nuestra época, que involucra variados fenómenos culturales o científicos (Calabrese), o se concibe como concepto analógico que complejiza el debate modernidad-posmodernidad y la tensión creciente entre la globalidad desterritorializada y culturas locales. Como puede verse, en esta nueva genealogía del resurgimiento del barroco y de la fijación del neobarroco no se insiste en su recurrencia cíclica ni en la exclusividad de su presencia dentro de las manifestaciones culturales y estéticas de nuestro tiempo.
En Hispanoamérica, la presencia de dicha genealogía no solo es intermitente sino que también sigue complejos derroteros; dentro de su proceso histórico-cultural inserta de manera peculiar los discursos que le llegan del exterior y desde sus propias concepciones, afirma modos de ser, opone resistencias o instaura diferenciaciones.
Desde los años sesenta el siglo XX, Alejo Carpentier, por ejemplo, como antes lo habían hecho Curtis o D´Ors, afirmaba que el barroco constituía un estado de ánimo, una pulsión expresiva o un rasgo del espíritu que podía darse en cualquier lugar, período o circunstancia, señalando que en el caso específico de América Latina era necesario diferenciar las especies de lo barroco, sus diversas encarnaciones y las formas literarias que adopta en los diferentes contextos socioculturales, pues cada especie barroca, entre matices y diferenciaciones, se reconoce a sí misma, establece su propia dialéctica con la realidad y postula su respectiva visión del mundo. De hecho, en nuestro continente hispanoamericano las relecturas, mediaciones o redefiniciones del barroco adquieren un peculiar relieve, pues desde la Colonia estamos preocupados por afirmar un sentido de pertenencia a través de sucesivos encubrimientos y metaforismos exacerbados, preocupación diferida en la búsqueda de un modo de ser moderno antes de la Independencia y sobre todo antes de los procesos de los modernismos cultural y modernización socioeconómica. En este sentido, se empezó a cuestionar el barroco colonial como reproducción mimética o como prolongación ingeniosa del barroco español para concebirlo, en cambio, como el primer intento de independencia ontológica; al cuestionar la periodización eurocéntrica se ha podido percibir la manera diferenciada como se usaron los códigos estéticos impuestos, por lo que el barroco colonial empieza a leerse como discurso reivindicativo en la construcción del sujeto social hispanoamericano y de sus múltiples identidades.
A partir de los años ochenta y hasta bien entrados los noventa del siglo XX, las elaboraciones hispanoamericanas del barroco y las emergencias del neobarroco cambian de dirección al conectarse con las nuevas caracterizaciones del continente; esta nueva dirección se genera a partir de un renovado concepto de cultura, situado más allá de las bellas letras, de supuestas homogeneidades y de criterios unificadores y desplazado hacia la cuestión de la especificidad, las diferencias y las heterogeneidades. Es fundamental, en esta perspectiva, la recepción de las teorías de Mijaíl Bajtin, sobre todo lo relacionado con la categoría-concepto de “carnaval”, entendida como forma ambivalente y opuesta a discursos monofónicos y excluyentes; también son importantes la noción de “literatura heterogénea”, las complejidades de los imaginarios urbanos, los desplazamientos periféricos en relación continua con ritmos generales y las distancias que en Latinoamérica existen entre niveles de modernización socioeconómica y modernismo cultural. Todas estas direcciones son definitivas en la reformulación del neobarroco latinoamericano, el cual tiende a lo fractal cuando representa sus propias turbulencias en textos literarios o en objetos culturales valiéndose para ello de reciclajes paródicos, escenificaciones, repeticiones organizadas, ilusionismos visuales, representaciones ambiguas y perversión de los arquetipos.
En nuestro continente hispanoamericano, antes que modernidad o posmodernidad constitutivas existen heterogeneidades multitemporales, hibridaciones sociales y un multiculturalismo sin eje unificador. En este contexto, las estéticas neobarrocas desmultiplican referencias y modelos al tiempo que destruyen fórmulas imperativas y parecen situarse en la intersección modernidad-posmodernidad al hacer predominar lo individual sobre lo universal, la diversidad sobre la homogeneidad y lo psicológico sobre lo ideológico: no se destruyen las fórmulas modernas ni se exalta sin más el resurgimiento del pasado; por el contrario, las morfologías neobarrocas favorecen la coexistencia de estilos, debilitan la oposición tradición-modernidad y anulan la antinomia local-universal.