Cuando Gonzalo Fernández de Oviedo da noticias sobre la isla de San Juan Bautista, dice que es una ínsula tan arbolada que apenas se puede ver el cielo (Historia general y natural). Y sin darse cuenta inauguraba la tradición de decir el paisaje de Puerto Rico. Colonizada por Juan Ponce de León, quien tiene su principal encuentro bélico de importancia con los indios en la batalla de Yagüeca en 1511, el primer asentamiento hispánico se establece en la ciudad de Caparra, cerca de los humedales de la bahía. Luego la ciudad es trasladada a la isleta, donde, según el historiador Adolfo de Hostos, había agua y muchos árboles. Los primeros años de la colonización española fueron de búsqueda de oro, encomienda y captura de los indios caribes (a quienes ya Colón, en 1493 en Carta a Luis de Santángel, había definido como antropófagos), que pasaban de las islas de Las Once mil Vírgenes (hoy Isla Vírgenes) a esta en busca de guerra y mujeres. Borinquen es para algunos historiadores el nombre de una tierra de burenes. Donde había esa máquina antigua de hacer casabe, el pan que comían los indios, de tan poco agrado a los paladares peninsulares. Parece que la colonia prometía, razón por la cual los alemanes pusieron dinero en su explotación y muy temprano fue nombrado Antonio de Sedeño como tesorero real. La organización política pertenecía a la Audiencia de Santo Domingo. Y muy pronto llegó la gramínea para el cultivo de la caña de Azúcar. Rodríguez Franquez la procesó en su ingenio en Añasco para 1517, cuando todavía no existía la ciudad puerto que comienza su trazado alrededor de 1520.
La mirada de la isla desde el mar parece haber fascinado a los viajeros que se acercaron a sus costas. En el siglo XIX, el poeta Santiago Vidarte (1827-1848) funda la corriente romántica que une el paisaje borincano al deseo de construir un sujeto libertario. En su poema “Insomnio” (Acevedo, 2005), el poeta ido a destiempo describe a la isla como una barca a la que busca llegar junto a su amada. Parece el relato del poeta ansioso por encontrar el lar nativo, el amor y la vida. Era integrante de la generación del grupo de jóvenes que fueron a estudiar a España y quisieron y fundaron desde la distancia una literatura moderna, romántica, puertorriqueña. Los libros fundacionales en los que participó fueron “Álbum puertorriqueño” (1943) y “Cancionero de Borinquen” (1946) al que corresponde “Insomnio”.
Por otra parte, el poeta Gautier Benítez (1851-1830) también hizo del paisaje el centro de amor de la isla, en “Puerto Rico (Ausencia)”, canta el deseo de regreso de un enamorado a su isla, en el que isla y mujer se confunden en el deseo de libertad individual, en la expresión del sentimiento y el amor patrio. Ser de Puerto Rico era ser de un espacio indiano, distinto al de la metrópolis, la conciencia de criollidad estaba en marcha. Otro poeta, José Gualberto Padilla (“El Caribe”, 1829-1896), de fuerte acento naturalista pone en la naturaleza los acentos de su amor a Puerto Rico en poemas como “La palma y la retama” y en su canto “A Puerto Rico”. Al terminar el siglo diecinueve, Manuel Zeno Gandía, naturalista y realista, le da a la isla una de las más importantes novelas de esta particularidad en América con “La charca” (1898), en la que lo natural se encuentra con la pobreza del hombre del campo; el paisaje comienza a tener un dolor. A la belleza de la poesía, la bandera del partido de independencia de Cuba y de Puerto Rico le siguieron los cantos de Lola Rodríguez de Tio (mitad dominicana, como ella misma se confesó), que le dio los versos de “La Borinqueña”, una danza libertaria con música de Féliz Astol en la que el amor patrio se une al paisaje.
Al pasar al siglo XX, su gran poeta Luis Llorens Torres unió su teoría ‘pancalista’ y ‘panedista’ (todo es bello, todo es poema) al del modernismo para integrar el paisaje, el dolor y el temor de que la isla fuera americanizada (Hernández Aquino). Salió poéticamente de ‘Collores en su jaquita baya’ y cantando a la mujer morena, a la negra o a la gíbara puertorriqueña unió amor y paisaje, romanticismo e independentismo. Y ya poco antes de llegar el ocaso de su vida cantó a su Río Jacaguas y le pasó el cetro a Julia de Burgos con su Río Grande de Loíza (I. López). El paisaje y el amor a la patria se vierten en las canciones de Rafael Hernández; el paisaje y la condición social en la poesía socialista del segundo Luis Palés Matos que encuentra en las marismas del sur ‘la tierra estéril y madrasta donde nace el cactus’. Palés y Julia de Burgos le dan al paisaje un sentido social. Es la de ellos otra mirada la cultura negra y los marginados
La caña ha terminado con los árboles que vio Oviedo. La americanización trajo la cañaverización y las centrales de máquinas pesadas de la modernización. El campesino baja de las alturas (José Luis González, “Balada de otro tiempo”) y el trabajo en el ingenio no da para comer. Las ciudades contrapuntean entre sus barrios de plena en Ponce con los pueblos de trabajadores de la caña. La población de una fecundidad tremenda da aliento al sindicalismo, a un ágora violenta, a la represión y a la emigración. Juan Antonio Corretjer está clavado en la historia de la poesía y de la política. El paisaje de Corretjer (Medina) es un paisaje que retorna al origen, a los trabajadores, el leñero, porque el poeta da un loor ‘a las manos que trabajan’. Desde la década de los veinte, miles de puertorriqueños salen a trabajar, a San Pedro de Macorís, Hawái y Nueva York cuando Rafael Hernández toma el paisaje de hambre en “El lamento borincano”, pero exalta la belleza de la isla en “Preciosa”.
Por su parte, el compositor Tite Curet, tan amigo de Luis Días, en voz de Maelo busca otro paisaje, el de “Las caras lindas de mis gentes negras”. El paisaje de Loíza es el Caribe en las composiciones de Angleró, donde el verdor y el negro contrastan con el paisaje sentimental de la danza de Morel Campos; finalmente, el paisaje indígena que presentaron los cronistas en ‘Loquillo’ (Luquillo) y ‘El Otuao’ (Utuado) con su parque ceremonial, el paisaje de Puerto Rico en el Lares de Matos Paoli. Ese paisaje cruza la poesía surrealista de Soto Vélez (“La tierra prometida” (1979) y hace en la distancia que Puerto Rico sea un paraíso recreado, como en las canciones de Tite Curet y Tony Croatto o en el “Verde luz” de Antonio Cabán Vale (El Topo), otro himno civil. El paisaje se asienta como en las aspiraciones patrióticas y libertarias de los jóvenes escritores a partir de la década del sesenta, en las décimas de los trovadores y repentistas…
Ese paisaje maravilloso, tan caribeño, como lo definió Carpentier, por un corto tiempo, se lo llevó el huracán María. Pero ese paisaje-sentimiento muy pronto estará de vuelta…