Por Esther Peñas
El autor rumano terminaría consolidándose, a su pesar, como uno de los autores más complejos y atractivos del turbulento siglo XX. La tristeza y el rechazo acabarían siendo las señas inconfundibles de toda su obra.
Entre todos los rumanos egregios, como Ionesco, Celan o Mircea Eliade, E.M. Cioran fue el más complejo de todos. Claro que, siendo estrictos, el escritor no era exactamente rumano, pues nació en el condado transilvano de Sibiu en 1911, diez años antes de que el territorio fuera entregado por Hungría. De aquellos individuos, Celan se quitó la vida, si bien el que mantuvo una inquebrantable actitud suicida fue Cioran, que concebía la vida no ya como un error, sino como una maldición. «La vida no es buena, ni noble, ni sagrada», defendía el polémico autor a través de sus textos. Enemigo de Dios, del hombre, Cioran detesta la esperanza, a la que llega a calificar de «aberración». La muerte es siempre la mejor opción. No hay trasmundo posible, así como nada parece digno en la existencia: ni la naturaleza, ni la ciencia, ni la verdad. Tanto es así, que no duda en afirmar que «si la verdad no fuera aburrida, la ciencia habría acabado con Dios hace tiempo. Pero Dios, así como los santos, es un medio para escapar de la banalidad de la verdad». Tal vez la música es lo único que otorgue cierta dignidad: «Dios le debe todo a Bach».
Para Cioran, estar en el mundo es un peso que a uno solo le queda soportar.
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Es por esto por lo que elogia el aborto y el canibalismo: ambas prácticas diezman la especie humana; no encuentra, por tanto, salvación para el hombre. Y si bien Nietzsche, a pesar de todo, disfrutó de lo dionisíaco de la vida, Cioran no puede sino despreciar casi todo. Solo es posible no afirmar su desprecio absoluto porque el autor rumano tenía aún una mujer a la que amaba: Simone Boué, insomne como él. «Se puede dudar absolutamente de todo, afirmarse como nihilista y, sin embargo, enamorarse como el mayor idiota».
Para Cioran estar en el mundo es un peso que a uno solo le queda soportar. «No haber nacido, de solo pensarlo: ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!». Y a pesar de todo, él termina por pasar su propia vida escribiendo compulsivamente hasta la fecha de su muerte a manos del alzheimer, en 1995. Silogismos de la amargura, La tentación de existir, En las cumbres de la desesperación, Breviario de los vencidos, Desgarradura: títulos, los suyos, que siempre se antojan reveladores para comprender la obra del pensador rumano.
De su padre, pope ortodoxo, no guarda sin embargo ningún recuerdo traumático; tampoco del resto de su familia. Recuerdos de juego, libertad, despreocupación; incluso trasluce cierta alegría. Su quiebro lo sitúa Cioran en la adolescencia, tal como lo explicó en una de las poquísimas entrevistas que concedió. El origen fue el insomnio. «Me di cuenta de que la vida es soportable gracias al sueño; el insomnio suprime la inconsciencia, obliga a estar veinticuatro horas lúcido». El hombre lúcido no reza, no sonríe, no es dichoso; bebe, fuma, odia, escupe. «No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento. Nos debatimos como supervivientes que tratan de olvidarla. El miedo a la muerte no es sino la proyección hacia el futuro de otro miedo que se remonta a nuestro primer momento».
Amaría a España por su resistencia frente a la modernidad, por ser un imperio derrotado en un perpetuo ocaso del que no quiere reponerse
El escritor rumano admiró a pensadores tan distintos como Husserl, Dostoyevski, Ionesco, Shakespeare, Valéry. Incluso se halló fascinado, como el poeta Ezra Pound, por la Guardia de Hierro, un movimiento rumano de corte fascista, ultranacionalista, clericalista y antisemita. También vio en el Fürher «el político más simpático y admirable». No era socarronería o sarcasmo: apoyó la ‘Noche de los cuchillos largos’, elogió el nazismo, ultrajó y ofendió a los judíos; Cioran condena la democracia y lo mezcla todo en un aciago libro titulado La transfiguración de Rumanía. Años más tarde, sin embargo, asomaría entre sus palabras un amago de retracción tan extraño como oscuro.
Nunca logró atemperar su pesimismo radical este esquivo suicida. El escritor vivía como podía, a veces incluso de la caridad. Ni siquiera aceptó convertirse en una gran figura mediática, alejándose de los mentideros; no parecían interesarle los premios ni los halagos. Pero, sí: ama a España. No por sus paisajes, no por sus gentes, ni tampoco por su gastronomía; la ama por su resistencia frente a la modernidad, por ser un imperio derrotado en un perpetuo ocaso del que no quiere, a su juicio, reponerse. Todo es derrota y tristeza en Cioran y España no es una excepción. En sus Cuadernos cita a san Ignacio de Loyola y a santa Teresa, por la que profesa una honda devoción. Cita también a María Zambrano, a Picasso, al místico Miguel de Molinos y, por supuesto, a Cervantes.
Cioran plasmó todas sus ideas en síntesis, ensayos de corto recorrido en extensión y, sobre todo, en aforismos, sentencias; en una palabra: agudezas. Su estilo es tan bello como profundo. Su claridad es, en su obra, casi un fulgor: siempre permite respirar el suficiente espacio como para no ser cegados, sino tan solo iluminados por su absoluto nihilismo.
(Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital española ETHIC).