POR MANUEL JIMÉNEZ
El viernes, bien temprano en la mañana, me comuniqué por teléfono con Eduardo López, el siempre inolvidable Guiguí, para informarle de un compromiso laboral que teníamos en la sede de la Cancillería, en adición a nuestra habitual fuente, el Palacio Nacional. ¡No hay problemas, mi hermano!, me respondió con esa frase que ya era familiar a mis oídos.
Esa buena disposición al trabajo le acompañó siempre, aún en momentos en que por razones humanas no se sentía del todo animado por una vieja dolencia que le afectaba regularmente su espalda. Volé junto a él por innumerables capitales del mundo y recorrimos carreteras y caminos peinando toda la geografía nacional, pero nunca fui testigo de alguna queja o protesta por intensa que fuera la jornada a que nos exponíamos diariamente. Durante casi 15 años fue mi compañero inseparable en la fuente de la Presidencia y en ese lapso jamás nos distanció diferencia alguna. Por el contrario, todo el que fue testigo de esa relación reconoce que nuestra amistad trascendía el simple vínculo laboral-profesional para alcanzar un carácter de hermanos. Y es que el aprecio y el respeto mutuo marcó siempre nuestras vidas. Entre los dos, no se sabía quien era la mano derecha de quien, pues en muchas ocasiones se convertía en mis ojos y me informaba de detalles que yo pasaba por alto. Te tengo una para tu columna, me comentaba con picardía y ese temperamento animoso que fue innato en él. Le extrañaba cuando notaba su ausencia momentánea en nuestra fuente habitual, de esto siempre fue testigo Henri Arias, el chofer que cada mañana iba a buscarlo a su casa para transportarlo al Palacio. ¡Que hay, enano! Era la manera en que bromeaba siempre con Henri, a quien igualmente dispensó un gran cariño y hermandad. Una vieja dolencia en su espalda provocada por una lesión en la columna vertebral lo inutilizaba en ocasiones, hasta que decidió someterse a una intervención quirúrgica. Hacía apenas un par de meses que había logrado superar ese quebranto con ayuda de especialistas médicos, cuando la muerte le sorprendió a medianoche del sábado mientras dormía en su cama. Al parecer, sintió un primer fuerte dolor en el pecho cuando su esposa Taty, que dormía a su lado, despertó espantada e intentó reanimarle, presionándole el pecho. Con la ayuda de unos vecinos pudo llevarlo hasta el carro para transportarlo rápidamente a un centro médico, pero en el trayecto ella escuchó un segundo y leve quejido. Fue el golpe mortal.
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Un infarto fulminante nos llevó a Guiguí, tranquilo, pero tan inesperadamente. Nadie cree que un hombre de sus condiciones, con apenas 47 años, de sus bondades, alegre, amigo sincero y por demás deportista, le fallara el corazón. Sus amigos, que apenas horas antes del desenlace fatal compartieron un juego de dominó con él en su apreciado barrio de San Carlos, estaban más que impactados. Se marchó de allí pasada las 10:00 de la noche, alegre y con el buen ánimo de siempre, pero dos horas después cayó fulminado por un infarto. ¡Qué traicionera es la vida!. En la funeraria vi a su hija Ámbar, con apenas 8 años, contemplando el cadáver de su padre con mirada y semblante de inocencia. A su edad es difícil comprender la magnitud de esa desgracia. Nadie con más propiedad que yo para atestiguarlo. A esa edad yo también perdí a mi padre víctima de un accidente de tránsito y durante las horas del velatorio se me colocó frente al féretro, pero no pude nunca derramar una lágrima, tiempos después, esa soledad se convirtió en algo terrible para mí. Lloraba con simplemente asociar la existencia de mi padre con algún momento grato. El domingo, cuando el féretro con los restos de Eduardo eran colocados en el nicho, en su última morada, algunos colegas le despidieron con frases de recordación y aliento a familiares y amigos. Yo hice el intento, pero no pude. No pude ni puedo despedirte. Tus recuerdos, son sencillamente imborrables ¡hermano!. Sólo Dios sabe por qué marcó tu hora.