Recurriendo a obstáculos que restaron casi por completo la observación independiente a la justa electoral del domingo, el gobierno de Nicolás Maduro, lanzado a reelegirse, torpedeó tempranamente a sus competidores de la oposición con muchos de sus simpatizantes selectivamente impedidos de acudir a las urnas, dentro y fuera de Venezuela; un oficialismo que hizo de juez y parte, en forma directa o por hilos entre bastidores, que deja en serios cuestionamientos la legitimidad de los resultados de la consulta. Sufragios y escrutinio bajo control de autoridades electorales seleccionadas con una unilateralidad incapaz de garantizar imparcialidad. Esas que finalmente recurrieron a cómputos con total ocultamiento y la sola presencia de quienes en tiempo récord fueron declarados ganadores con un reporte final asombrosamente distante de un conteo a boca de urnas que no ha fallado antes en ninguna parte de América y que no habría hecho más que confirmar lo que todas las encuestas vaticinaban con un resultado completamente diferente al que extrajo de manga el Consejo Nacional Electoral.
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Unos comicios bajo tutela casi absoluta de un oficialismo que continuamente ha mostrado intolerancia y que llegó al colmo de augurar manipuladoramente un baño de sangre si perdía las elecciones. El entusiasmo y la confianza en la democracia que llevaron a millones de venezolanos a depositar sus votos el domingo fueron al frustrante al encuentro con la realidad de una democracia colapsada para retener el poder.