Extinción de dominio

Extinción de dominio

Eduardo Jorge Prats

Algunos de quienes apoyan la ley de extinción de dominio, incluyendo a algunos fanáticos parvenus o outsiders de la política, impenitentemente antipolíticos y antiempresarios, luchan denodadamente por ella partiendo de la infundada e ingenua creencia de que las autoridades del sector justicia y nuestros gobernantes son ángeles. Pero, en verdad, como decía Madison, “si los hombres fuesen ángeles” y “gobernaran a los hombres, saldrían sobrando lo mismo las contralorías externas que las internas del Gobierno”.

Estemos claros: ningún ciudadano responsable se opone a tal ley, que, hay que reconocerlo, permite combatir la criminalidad económica organizada, nacional y transnacional, golpeándola en la parte del cuerpo que más duele, el bolsillo. Pero lo cierto es que el proyecto de ley de extinción de dominio adolece de flagrantes vicios de constitucionalidad (violación de la irretroactividad y de la presunción de inocencia, por solo citar dos) que deben ser abordados y remediados.

La lucha sin cuartel contra la corrupción, el narcotráfico y la defraudación tributaria, entre otros delitos económicos, en modo alguno justifican ignorar estos vicios. A menos que descaradamente postulemos que, al igual que la Inquisición, que no se caracterizaba precisamente por resguardar las garantías hoy plasmadas en nuestra Constitución, se justificaba, ella y sus terribles y crueles métodos de tortura de investigados y procesados, como bien nos recuerda Carl Schmitt, partiendo del muy humano punto de vista “de que ningún acusado puede ser condenado a muerte sin su confesión”.

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En un informe rendido por este columnista y los abogados de su firma, publicado y enviado a las cámaras legislativas, nos referimos en detalle a estas inconstitucionalidades. Hemos elaborado ese reporte bajo el predicamento de que, como bien afirma Hugo Ball, “es un error tocar el violín mientras arde Roma, pero es absolutamente adecuado estudiar la teoría de la hidráulica mientras arde Roma”. Confieso que, perdonen mi manifiesta e inmodesta irreverencia, como bien señala Ball respecto a Schmitt, creemos pertenecer a la camada de juristas “que se dedican a estudiar la teoría de la hidráulica”.

Aunque algunos empresarios viven bajo el loco predicamento de que “el golpe avisa”, esta ley aplicará a ellos y no solo a los sospechosos habituales, los políticos corruptos y a sus, en muchas ocasiones, fieles acompañantes: los narcotraficantes. Hay que decirlo, aunque moleste a ciertos humanos histéricos e hipersensibles: a empresarios e, incluso, a simples ciudadanos de a pie, se les despojará de sus bienes, que se presumirán de origen ilícito, salvo que el propietario demuestre lo contrario, antes de que intervenga sentencia penal que, derrumbando su presunción de inocencia, certifique la comisión de un ilícito. Y ello aplicará a hechos del pasado y sin prescripción, pendiendo eternamente sobre los justiciables la terrible espada de la pocas veces ciega justicia.

Ojalá que esta polémica y necesaria ley tan solo imponga medidas cautelares sobre los bienes de los investigados, que eviten la distracción de los bienes supuestamente ilícitos durante el proceso penal, y que se conviertan en extinción de dominio definitiva tras el dictado de una sentencia penal irrevocable. Todo lo anterior sin perjuicio de un riguroso régimen jurídico de responsabilidad penal y patrimonial del Estado y sus agentes, que inicien temerarios y abusivos procesos de extinción de dominio y/o que desemboquen en descargo de los imputados despojados injustamente de sus bienes.

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