Pese a sus afinidades y a que fueron contemporáneos, Freud y Proust no se conocieron, lo cual hubiese sido uno de los grandes hitos de la historia íntima de la cultura occidental del siglo XX. Tampoco ninguno de los dos leyó al otro, aunque Freud conocía la lengua francesa y Proust, la alemana. Sin embargo, ambos bebieron de la misma atmósfera cultural y científica de la época, y eran judíos, aunque no creyentes. Lectores de los clásicos, amantes sensibles del arte (en especial de la música), y lectores de Balzac (Freud murió releyendo La piel de zapa: “Era justo el libro que necesitaba”, dijo). Ambos ahondaron en su mundo interior: Freud haciéndose un autoanálisis o psicoanálisis de sí mismo y Proust buscando el tiempo perdido, y luchando con su complejo de Edipo, el gran tema de Freud. El primero batallando con el asma y el segundo, con el cáncer. Ambos edificaron una obra diferente en estilo y forma, pero con un trasfondo similar y una intuición común: los celos, el amor, los sueños y los recuerdos. Escribieron unas obras productos de una fatiga y de un ejercicio del intelecto: de exprimir la memoria, el pasado y la mente. De haberse conocido, habrían sido amigos, se habrían dicho muchas cosas y habrían compartido no pocas ideas. Si hay vida después de la muerte y transmigración de las almas (metempsicosis), estarán dialogando, pues fueron en vida dos inteligencias supremas, dos visiones del mundo, dos soñadores con almas de filósofos, dos conductas psicológicas ante sí mismos y ante la vida. Siempre que hablemos de sus temas comunes, uno nos recordará al otro –y así siguen vivos–, como dos clásicos de la novela y del ensayo, del psicoanálisis y de la literatura, respectivamente. Proust murió soltero y Freud dejó varios hijos. Uno nunca se alejó de París y su entorno: vivió confinado –con pluma y papel– los últimos doce años de su vida y murió apenas de 51 años, y el otro, apenas si salió de Viena y una breve estancia en París.
Freud analizó e interpretó los sueños como su materia u objeto de estudio de una disciplina, que fundó y sistematizó, amén de su teoría de la personalidad y su método psicoterapéutico, y el otro, que usó los sueños como materia prima del recuerdo y la memoria para buscar el tiempo y recobrarlo. Ambos navegaron en el inconsciente, en los sueños y en el pasado, buscando percepciones, sensaciones y experiencias. “La idea de mi obra estaba en mi cabeza, siempre la misma, en perpetuo devenir”, dice Proust. El autor francés metabolizó lo visible, lo audible y lo olfatible, extrayéndolos de la memoria sensorial, y transformando en escritura y pensamiento, su conciencia y su experiencia sensitiva e interior.
El deseo en Freud es voluntario y en Proust involuntario. En el primero, las neurosis, las psicosis, las histerias y los instintos tienen una función, una importancia y un componente de estudio al servicio de un saber científico, y en el segundo, tienen un valor literario y estético. En Freud, el centro de gravedad de su imaginario, de su mundo simbólico, de su referente cultural y de su conciencia, son la mente, la pasión, lo inconsciente y el sueño, como realización de un deseo; en cambio, en Proust, es la “memoria involuntaria”, que busca su realización en el amor y en los celos, como fuerzas inspiradoras, que le dan sentido a la vida. En Freud, las pulsiones oníricas y libidinales representan la fuerza de atracción de los impulsos del inconsciente que la conciencia social y moral refrena y disipa, o se desborda a través del sexo. Así pues, el yo busca al súper yo y el inconsciente al consciente. Lo que acontece en la vida interior del individuo, en su vida instintiva, o lo que representa la potencia del duelo o de la pasión amorosa, serán, en Freud, las energías mentales que sirven de motor a los sujetos sociales. Las pulsiones freudianas y las memorizaciones proustianas se relacionan y funcionan como sustancias del psicoanálisis y de la teoría de la memoria y el tiempo, respectivamente. Los sueños en Freud y los recuerdos en Proust, serán abordados científicamente en uno, y literariamente en otro. Los fantasmas de la vida instintiva del deseo del presente y los demonios de los celos en la vida amorosa, postulan una disyuntiva entre la sexualidad y el amor, el erotismo y la pasión. El lenguaje de los sueños en Freud y los signos de los recuerdos en Proust juegan un rol de primer orden en la interpretación del pensamiento psicológico, de ambos. La conducta de los individuos, pues, está gobernada por el reino del inconsciente. “Si se tomara en cuenta la existencia de todos nuestros recuerdos latentes sería completamente inconcebible poner en duda el inconsciente”, dijo Freud. En tal sentido, Jean-Yves Tadié, el gran especialista en el autor francés, dijo: “Proust es el novelista que construyó su obra a partir de los recuerdos latentes”. De ahí que los personajes proustianos están hechos de sensaciones, recuerdos, instintos y pasiones.
La sexualidad es también, a un tiempo, un eje neurálgico en el mundo proustiano y freudiano. El amor en Proust está hecho con las materias de los celos: quien dice amor en su obra, dice celos. “En el amor, siempre elegimos el amor equivocado”, dijo Proust. Escritor de la inteligencia, pero antes, de lo inconsciente, Proust deviene en novelista intelectual (La búsqueda del tiempo perdido es una larga saga intelectual, una novela-intelectual), que emplea el pensamiento como si fuera la memoria, esa máquina de la evocación y del recuerdo que alimenta su escritura. La obra de Proust es, en cierto modo, un viaje de la oscuridad a la luz, del olvido a la memoria. En su mundo novelesco, quien habla es el inconsciente, y la memoria depara en protagonista de la acción narrativa. Es un viaje de la profundidad del inconsciente a la superficie del tiempo consciente. Su memoria involuntaria se nutre del sueño. Quien narra, desde el mundo del personaje-narrador, es una especie de memoria onírica en un proceso de escritura en que el pensamiento actúa como una máquina del recuerdo, como reminiscencia del pasado. En efecto, en Proust, los sueños no tienen una lógica, sino que trabajan como una fuerza involuntaria del inconsciente.
Curiosamente, Proust, pese a ser un hombre culto e inteligente, veía con desdén la inteligencia. “Cada día valoro menos la inteligencia”, dijo. Creía más en la intuición y en el inconsciente como recursos narrativos, que, como tales, nutrieron su obra y le inyectaron fuerza onírica a su creación, y energía memoriosa, a su prosa imaginativa. No creía tampoco en la razón sino en la potencia del corazón y de la mente. La inteligencia, en su mundo novelesco, se vuelve esclava de la memoria, y por tanto, abdica para cederle el poder a los efluvios del inconsciente. Así pues, Freud y Proust representan en el siglo XX, dos mentes prodigiosas, dos sabios con almas de pensadores, dos intelectuales que, por vías y métodos diferentes, exploraron el inconsciente, la memoria y los sueños para edificar una enciclopedia del conocimiento y dejar como legado una obra de pensamiento que nos desafía, reta y sacude.