Hay quienes se indignan frente al reclamo de respetar las garantías del debido proceso de los encausados en grandes casos penales y tachan de estrambóticas las lecciones que supuestamente dan quienes se atreven a defender los derechos de los justiciables en el atosigante clima de infinita sed punitiva en que vivimos. Además, se tilda de exhibicionistas a los abogados que asumen cabalmente su labor de defensores de imputados y acusados.
Recordemos que el abogado defensor, contrario al juez, es parcializado con su representado, y se supone que se comporte como tal y no como San Martin de Porres. Por eso el defensor es el mejor amigo de su defendido porque lo defiende, aunque no crea en él, yendo al proceso penal, parafraseando a Cantinflas, como lo que es, es decir, como abogado y no como caballero, adoptando incluso una “estrategia de ruptura” en la senda del gran Jacques Vergès.
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La ruptura, donde reina la tríada populismo penal/derecho penal del enemigo/lawfare, es precisamente “llevar al Estado a su propia legalidad”, reivindicando las formas como “garantes de la libertad (Roscoe Pound), y no desdeñándolas como mera “hipocresía” al estilo de Saint-Just, el “arcángel del Terror” durante la Revolución francesa. De hecho, tutelar los derechos de los presuntos inocentes es el objetivo fundamental de toda legislación procesal penal, pues las víctimas están ya protegidas por el Código Penal, mientras que aquella debe proteger al justiciable de la violencia del poder punitivo del Estado. Por eso, con justa razón, el Código Procesal Penal debe ser, con orgullo y sin tapujos, eso que peyorativamente señalan muchos: el “Código del delincuente”.
Lo dice Pablo de Lora: “Incluso el ser humano más abyecto puede tener una pretensión legítima. Al más abominable de los asesinos en serie se le concede disfrutar de un último helado en su última cena en el corredor de la muerte”. Como afirma Andrés Rosler, citando a Guillermo Durando, “incluso al diablo, si está en juicio, no se le negará la defensa”. Lamentablemente, cuando se tiene a un juez, al fiscal, a la víctima, a las redes sociales y a la prensa como acusadores, necesitamos realmente a Dios como abogado.
No se quiere una justicia respetuosa del debido proceso exclusiva para ricos y poderosos. No. Lo que se pretende es acabar con la “igualdad ante el atropello” (Rafael Herrera): violémosles los derechos a todos, sean pobres o ricos, débiles o poderosos, en lugar de reclamar el respeto a los derechos a todos, sin distinción. Digo más, aunque sea políticamente incorrecto: si los tutumpotes no tienen derechos, mucho menos tendrán pobres que, para muchos, “no son gente”.
Este antigarantismo tiene ya un efecto expansivo en otros ámbitos y perjudicará a la “gentuza”, a todos los despreciables, no importa su nivel socioeconómico, siempre y cuando estén equivocados por el solo hecho de ser políticamente minoritarios. Lo han sentido siempre los “pobres, negros y feos” acusados de estar acusados y hoy también los negros dominicanos y haitianos, sin importar su estatus nacional o migratorio, cazados, enjaulados, maltratados, desalojados, expropiados, extorsionados y deportados masiva e ilegalmente por cometer el delito de “porte ilegal de cara”. Lo sentirán luego también los empresarios en extinciones de dominio, en el derecho económico y en procedimientos administrativos sancionadores. Y es que: ¡Es el Estado, estúpido!