Gina Rodríguez es una artista cuya experiencia estética está marcada por el signo de la imaginación. De una imaginación que capta al mundo alucinante, gozoso e invisible. Dicho mundo asume las tradiciones ancestrales del Caribe insular y de otros aspectos sobre el ser y su destino.
En su más reciente exposición titulada “Invisible” (abierta al público en el Museo de Arte Moderno), el acto pictórico en Gina Rodríguez se nos revela como resultado de cierta labor del intelecto, despertada por una emoción previa, lo que inevitablemente deja como resultado obras de intenso lirismo. Esas obras, en su mayoría compuestas por técnicas mixtas y materiales extrapictóricos, están realizadas con acierto de síntesis plástica y contenido.
La naturaleza del color, en general, casi siempre es interpretada en una relación contrastante con la forma, como si se tratase de una materia finísima: una percepción que intenta verificar el juicio sobre lo real y, al mismo tiempo, la fijación de una regla (el espectro cromático) como objetivación de lo imaginario: fantasías y deseos, fruiciones y ludismos, onirismos y memorias.
Lo sorprendente, en la poética visual de Gina Rodríguez es que la fuerza imaginativa con que es creada, a pesar de su inmersión en lo inmediato de nuestra realidad, crea un mundo irreal e invisible, combinando la habilidad y sentido sugerente, elementos reales con elementos de su fantasía. En ese sentido ver las obras: Voces de lo invisible, Cámara de la vida, Macondo mágico, Misterio insondable del ser, Aguas efímeras de lo irremediablemente eterno, El negro detrás de la oreja, Fibonacci, El eterno retorno de las cosas, Timbí de emociones, Gong de la proporción divina, Un corazón tendido al sol, entre otras.
En el catálogo escrito a propósito de esta exposición se dice en torno a Gina Rodríguez: “Su obra está sellada por la creatividad, la búsqueda, y el desafío. Un universo artístico de sensibilidad estética, provocador de lenguajes polisémicos, en un diálogo permanente de reflexión entre la condición humana y la identidad caribeña, esa fuerza creadora ineludible que penetra en el corazón del espectador, para hacer Visible lo invisible, la energía espiritual y matérica de los misterios del Arte”.
La mayoría de sus creaciones pictóricas, por su vigor y hondura dan la sensación de que necesitan más espacio del que tienen dentro de las dimensiones del lienzo y del marco. Algunos casos parecen extraídos de un gran mural en donde la fantasía del artista no tiene ni comienzo ni final.
“En la representación de las formas mediante pinceladas, según ha dicho el sinólogo Francois Cheng, una noción importante es la del “yinxian”, “Invisible-visible”. Se aplica sobre todo en la pintura abstracta, donde nuestra artista debe cultivar sus formas visuales de no mostrarlo todo, a fin de mantener el aliento vivo y el misterio intacto. Esto se traduce en una interrupción de las pinceladas apretadas entre sí”, creando una catarsis visual, tipo “El Grito” de Munch, el cual rompe la armonía universal y se redime en su dolor.
Esta visión de Gina Rodríguez sugiere en el dibujo una imagen fragmentada del cuerpo. O bien no se representa en el cuerpo entero, o bien se realzan algunas partes, mediante un determinado ángulo visual de forma que asemeja un torso y un arco de luz, como una media luna que esconde el mundo.
En su experiencia estética hay una fortaleza de masas que no disminuyen en nada la elasticidad de las formas, algunas estilizadas en cuerpos ascendentes que las convierten en volúmenes abstractos. Sin embargo, y debido a esa sujeción a la raíz de su búsqueda ontológica, aparece en todos los lienzos de Gina Rodríguez una evidente relación con lo esencialmente humano.
En efecto, Gina Rodríguez, sin abandonar los directos valores plásticos, recrea lo inmediato y fenoménico en una transformación que mantiene equilibrio entre lo anecdótico y un primitivismo “vanguardista” terriblemente audaz, en esas fulguraciones de las cuales salen los signos para trasladar la imaginación del espectador a un ilusorio horizonte que tiene su existencia en el mundo contemporáneo.
Todas las cosas bajo el cielo tienen su visible-invisible. Lo visible es su aspecto exterior, es su “yang”; en la obra de Gina Rodríguez lo invisible es su imagen interior, es su “yin”. Un “yin”, un “yan”, es el “dao”, es decir, el destino del artista más allá de lo tangible y terrenal.
A partir de lo precisado hasta ahora, podemos afirmar lo siguiente: lo invisible aquí deviene en plenitud del vacío, que tiene un carácter dinámico, puesto que está ligado a la idea de aliento. Este que se divide y encarna en todas las cosas según produce a su vez la idea de un proceso que tiende al mismo tiempo hacia la transformación continua y hacia la unidad originaria; ideas que Gina Rodríguez retoma para vincular su hacer pictórico con el arte chino, desde la idea de lo innombrable del Tao hasta la epifanía como revelación ontológica del otro.
El hecho mismo de que su hacer visual asuma esa tradición oriental se refiere a formas de la naturaleza interior y que en la abstracción cromática de estas formas no se haya prescindido de su fundamentación axiológica no significa otra cosa que la aleación de fuerzas oníricas con fuerzas surrealistas.
Es más, Gina Rodríguez especula con su inconsciente sin necesidad de huir de las formas abstractas. Le basta recrear aspectos de su vida interior para sugerir otro mundo —tan íntimamente— que constituye la esencia de su experiencia artística.
Dueña de una poética muy personal en la que sobresalen lienzos de trazos nerviosos, una imaginación delirante y un cromatismo sobrio, a ratos esplendente, Gina Rodríguez ha convertido el tratamiento de la figura humana en el centro de sus desvelos creativos.
De los juegos verbales a la pintura del modelo interior y del automatismo psíquico a la crítica filosófica (y social) transmite un espacio lúdico-entre otros movimientos importantes —el surrealismo que no fue ni estética ni escuela sino una actitud vital ante la creación. No sé si Gina Rodríguez ha bebido de estas aguas pero su figuración y sus imágenes me sitúan en la agitación intelectual que lideró André Bretón, puesto que revelar el sueño no significa renunciar a la conciencia y a la razón, y Gina Rodríguez nos sitúa ante un mundo onírico con desenfado y quizás con cierto desmelenado desplante.
Por lo grueso y lo fino de su trazo, lo concentrado y lo diluido, para Gina Rodríguez la presión y la pausa, la pincelada es a la vez forma y matiz, volumen y ritmo; la pincelada encierra la densidad que se basa en la parquedad de los recursos, la totalidad abarca las pulsiones mismas de ser arrojado en el mundo. Por su unidad, la experiencia visual de Gina Rodríguez resuelve el conflicto que todo artista experimenta entre dibujo y color, entre representación del volumen y representación del movimiento.