Leamos, primeramente, lo que el autor entiende por método: «En cuanto a la metodología seguida, he procurado narrar los sucesos históricos del modo más objetivo y sucinto, evitando lo más posible los juicios de valor personales. Es más, ni siquiera he pretendido ser original en cuanto a los sucesos narrados. La gran mayoría de esos sucesos provienen de los relatos o documentos aportados por historiadores citados al narrarlos, aunque he dado preferencia a los contemporáneos de la época en que ocurrieron o que han rectificado la versión de algún suceso, salvo por la precaución de que, cuando hay más de una versión, presento las diferentes versiones en la narración misma o en una nota al pie de página.» (LC, I, 15-16).
No se necesita decir más sobre el método, aunque más adelante Conde repita variantes del párrafo citado, sobre todo, muy apegado a lo “objetivo y sucinto”, porque la objetividad es garantía de la verdad en el discurso historicista. Pero ese discurso oculta un inconsciente traidor: el autor afirma que evitará, en lo posible, «los juicios de valor personales». Este es uno de los mitos del discurso de la historiografía racionalista-positivista, porque lo adormece el sueño de ser ciencia, al situarse en la lengua y el lenguaje, no en el discurso, terreno privilegiado del sentido y lo múltiple. Ahí reside la falencia de los discursos de los historiadores dominicanos –y de cualquier historiador universal que se coloque en la lengua o el lenguaje, sinónimo de eliminarse como sujeto, es decir, como subjetividad–, porque los historiadores nuestros, sin importar el aporte documental o testimonial de su relato, lo que han producido hasta ahora, según Juan Isidro Jimenes Grullón, es “novela familiar”, es decir que cada grupo oligárquico tiene en nuestro país su historiador familiar y, añado yo, otro tipo de discurso que se suma a la historiografía novelesca es la historia por encargo y, finalmente, el tercer tipo: el historiador ancilar que produce un discurso histórico al servicio del racionalismo positivista y su ideología etno y eurocéntrica del progreso versus el atraso. Ninguno de estos tres tipos de historiador está consciente de esta ideología inscrita en su discurso.
Un ejemplo palmario de esta inconciencia radica en que Conde dice que evitará emitir “juicios personales” (LC I, 15) y unas cuantas líneas más adelante afirma: «… el libro tampoco constituye una mera narración de sucesos. Este también ofrece, ya sea en la narración misma o en las notas al pie de la página, las interpretaciones de diferentes historiadores de los sucesos más críticos, y aun las nuestras cuando diferimos de ellas.» (LC I, 16). Complace esta incongruencia, porque el autor asegura que ofrecerá las diferentes versiones existentes en torno a un suceso, lo que garantiza lo múltiple y contradictorio, dos de los atributos del discurso y el sujeto, porque se entiende perfectamente que un discurso sobre sucesos históricos no posee ni tiene por objetivo establecer la verdad, sino los distintos puntos de vista. El sujeto historiador debe realizar el análisis de tales puntos de vista, lo único existente en los discursos humanísticos: la historia es uno de ellos, porque en estas disciplinas no hay nada que comprobar, contrario a las ciencias naturales que exigen comprobación de hipótesis en laboratorio. Los discursos históricos son discursos acerca de acciones. En estos lo único que existe son sentidos contradictorios y puntos de vista de los personajes de las acciones y del analista de esos discursos. En historia no hay nada que reconstruir, como pretenden algunos historiadores. Del pasado histórico, solo nos quedan piedras, monumentos, ruinas y discursos que hablan de acciones de sujetos que luchan por imponer sus proyectos políticos, sociales, culturales, civilizatorios, míticos y legendarios.
Esa pretendida objetividad que esgrime el Dr. Conde es pura subjetividad, juicios de valor desde la primera frase del primer tomo hasta la última del segundo, sentidos, discursos y contra discursos, versiones y contra versiones, más los mitos ajenos o propios que el autor agrega a su discurso o al de la historiografía tradicional.
La creencia del Dr. Conde que da por cierta la existencia de la nación dominicana a partir del 27 de febrero de 1844 es una hipótesis epistemológica problemática. Quienes se adscriben a la afirmación de la existencia de la nación dominicana no tienen nada que perder y mucho que ganar en su relación con el Poder y sus instancias e, inconscientemente, tienden a olvidar el discurso contrario de quienes niegan semejante existencia, porque el tipo de discurso de la adscripción funciona como la verdad y los demás discursos adversos están en el error. Pero eso no resuelve el problema, porque el adversario sigue planteándoles a los discursos de la adscripción lo contradictorio de su verdad.
El discurso verdadero del Dr. Conde no problematiza los discursos que niegan totalmente la existencia de la nación dominicana (el de Américo Lugo en su tesis y en la carta de 1916 a Horacio Vásquez y el del suscrito en su libro Política y teoría del futuro Estado nacional dominicano (SD: UASD, 2012) o parcialmente por un sinnúmero de ensayistas a los que aludiré más adelante y que concuerdan en demostrar las “debilidades” y fallas del Estado clientelista y patrimonialista fundado y organizado por Pedro Santana a partir del golpe de Estado de julio de 1844.
Desde el plan Levasseur, esa fue la estrategia exitosa de los partidarios de un protectorado para la independencia dominicana. Una vez en el poder, fueron más lejos que la meta del simple protectorado francés a cambio de la entrega de Samaná y llevaron a la práctica la idea todavía más letal de la segunda reincorporación del país a España el 18 de marzo de 1861, sueño acariciado antes de 1844 en la mente del grupo hatero encabezado por Tomás Bobadilla, José María Caminero, Pedro Santana y los demás miembros de la Junta Central Gubernativa, una vez eliminados de su seno los trinitarios, desterrados a perpetuidad y condenados a muerte si pisaban territorio dominicano.
Es interesante constatar que el autor llega, sin emplear los conceptos de clientelismo y patrimonialismo, a la misma conclusión a que llegaron quienes sostienen, debido a esas taras, la idea de la inexistencia de un Estado nacional dominicano desde 1844 hasta hoy. Lo existente, en 2017, es el mismo Estado autoritario, centralizado administrativamente, presidencialista, clientelista y patrimonialista creado por Santana: «El relativo atraso económico de la nación dominicana, en particular, se puso de manifiesto en un fenómeno sociopolítico que, en América Latina, ha sido una de las expresiones más características del atraso socioeconómico: las pugnas de los grupos o claques encabezados por los llamados ‘caudillos’ para adquirir y mantener el dominio del aparato estatal y apropiarse de los empleos y otros beneficios derivados del mismo.» (LC, 17). No puede existir, Dr. Conde, Estado nacional donde el clientelismo y el patrimonialismo son la especificidad de una sociedad capitalista o burguesa. Le explicaré por qué.
(Continuará)