Por: Esther Peñas
Para Thomas Hobbes la sociedad, en definitiva, estaba fundada sobre un solo cimiento: el temor. Por eso, según él, el hombre decide ceder parte de la libertad para ganar en seguridad y así evitar la guerra. No hay más opciones: habrá soberanos, y también súbditos.
«Homo homini lupus». El hombre es un lobo para el hombre. Quién no ha esgrimido o escuchado esta máxima latina de Thomas Hobbes inspirada en otra más antigua, de Plauto, «lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit»: cuando una persona te es desconocida, te resulta más próxima a un lobo que a un hombre. Ambos, en cualquier caso, carecían de una concepción solidaria o piadosa del ser humano. Pero con ella Hobbes influyó de manera determinante en la construcción y asentamiento de la filosofía política moderna.
Si atendemos a la intuición freudiana, la madre está en el origen de esta concepción del mundo. Estando embarazada del pensador, tuvo un parto prematuro –5 de abril de 1588– provocado por la angustia de la posible invasión de la Armada Invencible (el ataque, auspiciado por Felipe II, fracasó, pero la guerra se prolongó 16 años más y terminó con el Tratado de Londres de 1604, favorable a España). Por eso, años más tarde, Hobbes diría, con cierta retranca: «Mi madre dio a luz gemelos, yo mismo y el miedo». El padre, pastor anglicano, abandonó a la familia tras una fuerte disputa con su feligresía.
Hobbes fue un muchacho despierto y precoz que a los seis años ya se manejaba con el latín y el griego; y a los ocho tradujo la Medea de Eurípides. Despreciaba a Aristóteles porque, a su juicio, sus teorías se ponían al servicio de la teología, a la que consideraba irracional. En esto coincidía con Francis Bacon. Para Hobbes todo es material. Y lo que no, no existía. Son, por tanto, las causas materiales las que determinan el comportamiento del ser.
Según Hobbes, el hombre no puede vivir en tensión, con un miedo paralizante al otro; por eso cede parte de su libertad y gana en seguridad.
Esta intuición, junto con su entrevista con Galileo en prisión, le marcaron profundamente para describir cómo el miedo es el tegumento capaz de mantener en paz a las sociedades: «Debemos concluir que el origen de todas las sociedades grandes y estables ha consistido no en una mutua buena voluntad de unos hombres para con otros, sino en el miedo mutuo de todos entre sí», leemos en De cive (Sobre el ciudadano). En esta primera trilogía sobre el conocimiento humano, Hobbes critica a Aristóteles por creer que el hombre era un «animal político» que tiende de manera instintiva a la sociabilidad. Para el inglés, es el temor a los demás y la necesidad de que el Estado nos proteja de ellos el único contrato social legítimo. Pero para que el Estado ejerza su papel protector ha de tener un poder absoluto, si bien reconociendo los derechos individuales, por lo que el pensamiento de Hobbes resultó ser cimiento tanto del absolutismo político como del liberalismo.
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El hombre no puede vivir en tensión, con un miedo paralizante al otro, por eso cede parte de su libertad y gana en seguridad, proporcionada por el Estado. Para evitar la anarquía o la guerra (la de todos contra todos) no hay otra opción, según Hobbes, que un Estado fuerte y autoritario: habrá soberanos y súbditos. Esto queda simbolizado en la bestia bíblica del Leviatán, que le sirve de título para su obra más conocida así como de alegoría visual que legitima que el pacto se cumplirá bajo la amenaza de castigo. Se articula así, de manera artificial, tanto la sociedad civil como el orden jerárquico de las leyes. Una cabeza que decide por el resto del cuerpo. Solos quedan, una vez ratificado el contrato social, los lobos que están fuera de la ley, del orden, a los que el gobernante perseguirá hasta someterlos, de un modo u otro.
Hobbes, que pese a tener esta poco noble concepción del ser humano vivió hasta los 91 años, clasificó en tres los tipos de violencia del hombre: la primera, motivada por la avaricia; la segunda, la legítima defensa y, la tercera, provocada por menudencias (una palabra mal interpretada o hiriente, una opinión distinta, etc.). A la vez, de Galileo aprende que la realidad física se establece con la interacción de cuerpos en movimiento. Así la sociedad, como individuos movidos por sus pasiones y deseos, por sus miedos y necesidades. Todo es cuerpos; físicos, naturales o humanos.
Estas ideas, defendidas con vehemencia e ingenio, le colocaron en un lugar incómodo tanto para la Iglesia Católica como para la Universidad de Oxford, que reprochó duramente sus oscuras teorías sobre la naturaleza humana y la sociedad. Él mismo temió por su vida y huyó a Francia y Holanda. En Inglaterra quemaban sus obras, y se prohibió imprimirlas de nuevo. Ya muy mayor, pudo regresar a su país acatando la prohibición de escribir. Retomó sus traducciones de la Ilíada y la Odisea. Un 4 de diciembre de 1679 murió. Se dice que sus últimas palabras fueron «un gran salto en la oscuridad».
(Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital Ethic.)