Recibir la noticia de una enfermedad, siempre será un desafío para el individuo, ya que se enfrentará a cambios inesperados que le obligarán a modificar ciertos patrones de conducta y muchas veces, su estilo de vida.
Estos cambios traen consigo daños colaterales como: pérdidas físicas, materiales, de autonomía, liderazgo, etc.
Estas pérdidas generan un gran impacto emocional, provocando un cóctel de emociones que repercuten en el bienestar y la paz de la persona.
Inicialmente, el diagnóstico para el enfermo se convierte en algo privado e íntimo, con el fin de preservar su dignidad y evitar ser visto con lástima.
Sin embargo, al mismo tiempo, se convierte en algo público al incluir a otras personas que podrían ayudarle.
Esta nueva situación condicionará su vida, provocando muchas veces pérdidas en su actividad social, laboral, cotidiana e incluso su identidad, lo que puede llevar a sentimientos de soledad, incomprensión e inseguridad.
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Con todo esto, la persona comienza un proceso de valoración de su propio ser, durante el cual van apareciendo emociones y sentimientos que afectarán su estado anímico.
Por otra parte, cuando hablamos de duelo por una enfermedad, nos referimos al sufrimiento emocional e individual que atraviesa la persona.
Este proceso provoca una reacción de negación, acompañada de una falsa sensación de energía, lo que conlleva a un exceso de actividad y, eventualmente, angustia.
Sin embargo, esta angustia disminuye y se convierte en una preocupación proporcional al grado real de la enfermedad. A todo esto, se añade la incapacidad para desempeñarse en lo social, ocupacional y afectivo, ya que se desarrollan temores y actitudes negativos, aunque físicamente la persona sea capaz de funcionar.
Este recorrido interior por el pasado, presente y futuro del paciente forma parte de lo que podemos considerar como un proceso de duelo personal.