El hombre con el conjunto lila y una cruz de madera en el pecho abrió el portón de la cerca y la llevó hasta la enramada por donde se abría paso el alba.
La anciana la recibió después con golpecitos de una rama odorante en la cara, en el cuello, en el pecho y en el pelo, mientras pronunciaba una jaculatoria; le indicó luego un asiento en el quiosco y no volvió por un rato. Volvió luego con café negro en una jarra y retornó a la casa.
El café la espabiló y se preguntó otra vez qué carajo hacia allí.
Recaló en su enredo, en su perturbación y en la recomendación de su amiga, y recobró cierta calma.
Él no se enteraría, se dijo, confiada en su argucia para embobarlo, para confundirle las realidades y manipular su carácter.
Repasó las visitas a psiquiatras, sicólogos, neurólogos, naturistas; la práctica obsesiva de yoga, la meditación, las dietas severas, su escrutinio en el ropero buscando rastros culposos, desmenuzando los hilos de las piezas en busca de alguna prueba.
Únicamente su amiga, su confidente, sabía de cómo se encerraba para revisarle el teléfono, la billetera, el computador, descifrando claves de seguridad y desbloqueando códigos; de sus incursiones sorpresivas en la oficina, en el gimnasio, en las reuniones, en los sueños y en su imaginación. Conocía, sobre todo, de su incapacidad para asumir una realidad distinta a la que deseaba, a mantener un matrimonio estable, duradero, funcional.
Era aquella amiga la que advertía la falsía de su alegría cuando presumía de la devoción del marido, de la perfección del lazo, y el mar de contradicciones propio de quien procura la certeza del amor del otro, cuando ni siquiera puede estar seguro del propio, pero la escuchaba con paciencia y a ella le bastaba.
En un momento se convencía de que tenía el compañero ideal, un tipo que enloquecía de amor por ella, y de súbito gritaba lo contrario, denunciando que las carantoñas y detalles de aquel no eran más que tácticas para disimular sus ligues con furcias y locas, entonces se embicaba del coñac poseída por las furias y hacía añicos lozas y trastes, hasta que las píldoras la embotaban.
La idea de que visitara aquel lugar surgió en una de esas sesiones fastidiosas en que afloraban las mismas interrogantes: ¿Qué podía hacer para resucitar su pasión original del hombre por sus caderas anchas, por sus piernas largas, por su piel, por sus formas, por su destreza para soliviantarlo en cualquier lugar y ocasión? ¿Debía admitir sin remilgos que ya no era atractiva, que se habían borrado la turgencia, el olor a juventud, la belleza de las formas?
La sugerencia de la amiga le pareció en principio descabellada, pero lo cierto es que esa mañana fría de otoño recibía en aquel lugar inhóspito los fulgores tibios del sol, en busca de una cura para la conducta disoluta del marido, una solución para su enredadera de píldoras, ansiolíticos y jaqueca.
Confiaría hasta el final en su amiga y consejera que le aseguró que con aquel trabajo lograría reconstruir su nido de amor, el que alguna meretriz le estaba robando con artimañas y hechicería.
Le atemorizaba aquel ambiente, pero no aguantaba más la zozobra de verlo salir, así fuera por horas, de su vista, de su olfato, de sus oídos, de sus manos, de su pensamiento. No ignoraba ese mundo paralelo de amoríos torcidos, escapes y máscaras, con su carrusel de mañas y estratagemas, y precisamente ese conocimiento era el origen de su inquietud.
Necesitas un trabajo bien hecho; no es que él lo quiera, esa no es cosa de este plano; son espíritus de lascivia que atrapan a los hombres y los envician con las mujeres malas, ¿entiendes? Entonces, si no le hace la contra, él no sanará-, le dijo la amiga.
Debía llevar quinientos pesos, la mitad en billetes y la otra en monedas, y los ojos de una rana prieta encinta; de no conseguir los ojos del animal, debía agregar al pago otros quinientos pesos, le explicó la amiga.
Ella meditó durante noches de vigilia, antes de tomar la resolución.
Estaba ahora en el lugar indicado, timorata, intimidada por los misterios del entorno. La anciana volvió y la golpeó otra vez con la ramita.
Le dijo después que entrara a la habitación, donde la mareó la mezcla de tabaco, berrón, incienso y madera mojada. Los colores abigarrados la alelaron. En el centro del cuarto, vio una silla forrada de guano con pañoletas moradas y blancas y verdes colgantes; los santos ocupaban varios tramos apiñados y de repente, la rodearon como si vivieran y, festivos y traviesos, levantaron las velas aromáticas que flotaban en la pileta verduzca de donde salía una ensortijada humareda.
Con el roce del paño húmedo por su nariz, se le desplomaron los párpados como gruesas cortinas, mientras una sensación de éxtasis le inundó las arterias y la hizo danzar descalza y después desnuda por la habitación.
De retorno a la silla, percibió el calor de los vapores y escuchó a alguien desternillarse; pasaron después por el azul de sus ojos un sombrero púrpura, una camisa ocre, unos pantalones verdes y un bastón de madera, mientras una masa abultada y desagradable le presionaba el vientre, como si estuviera dentro de su cuerpo, aproximándose y alejándose con distintos ritmo y fuerza.
Reaccionó cuando el hombre le daba vueltas en el sentido de las manecillas del reloj y a la inversa.
Miró la santería apiñada, la tina llena de hierbas y hojas perfumadas y la silla.
Los tenues ramalazos de la anciana la espabilaron por completo, mientras el hombre disfrazado se alejaba.
La mujer le ayudó a recolocarse la ropa y le organizó la melena; con otros golpecitos con la ramita de azahar la santiguó y la acompañó después hasta la explanada donde estaba el jeep.
Dejó caer el torso sobre el volante, se despelucó y arrancó la marcha. El mismo hombre con el conjunto lila le abrió el portón.
Divisó por el retrovisor al negro robusto que sostenía el báculo y recreó con desagrado sus labios carnosos, los dientes macizos y los lamparazos de sudor sobre su piel; al lado estaba la anciana de pelambre blanca que la golpeó con la ramita.
Manejó despacio por la serpentina, mientras el dolor de cabeza la molía.
Condujo hacia la casa de su confidente, perturbada, y ésta la recibió con alegría, le sirvió café.
Después de escuchar su soliloquio, la amiga le explicó cómo funciona la magia, le aseguró que el trabajo funcionaría, y ante sus escrúpulos por lo sucedido, por la sensación de haber tenido aquel sujeto en sus entrañas, le advirtió que nada de eso había sido real.
-Ése es un brujo serio -insistió-, lo único que hizo fue prestarle su cuerpo a un espíritu de sanidad para que éste trabajara.