Los partidos políticos históricamente han tenido mala fama. En la filosofía y en la ciencia política fueron vistos en el momento de su surgimiento como un mal que fragmentaba en facciones sediciosas la unidad de la voluntad popular de la república. Posteriormente, fueron asumidos como mal necesario en las democracias representativas hasta que, finalmente, son constitucionalizados y considerados el mecanismo por excelencia para la articulación de los intereses ciudadanos en las democracias electorales.
En el caso dominicano, pieza maestra del ajedrez del desarrollo político, social y económico han sido los partidos, constituyéndose en crucial el rol de Juan Bosch como fundador y líder de un partido policlasista “atrápalo todo” (Otto Kircheimer) como el Partido Revolucionario Dominicano y de un partido leninista estructurado alrededor de la noción de centralismo democrático como lo es el Partido de la Liberación de Dominicana, aunque luego evolucionado hacia un partido de masas desde 1996.
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Es precisamente alrededor de estos dos partidos que ha evolucionado la democracia dominicana desde las elecciones restringidas y fraudulentas celebradas desde 1966 hasta 1978, las elecciones libres de 1982 y 1986, las elecciones fraudulentas de 1990 y 1994, y las elecciones libres y transparentes desde 1996 hasta la fecha, celebradas todas con la participación del heredero del Partido Dominicano de Trujillo más los cívicos reconciliados con los trujillistas que es el germen del Partido Reformista Social Cristiano.
Son estos partidos fuertes, conformados alrededor de los liderazgos de Joaquín Balaguer, Bosch, José Francisco Peña Gómez, Leonel Fernández, Hipólito Mejía, Danilo Medina y Miguel Vargas, conjuntamente con el joven pero electoralmente exitoso partido de Gobierno, el Revolucionario Moderno (PRM), desprendimiento del PRD, liderado por el presidente Luis Abinader, y la nueva Fuerza del Pueblo surgida del PLD, los que constituyen el sistema operativo de la democracia dominicana y lo que la distingue de las demás democracias de la región.
Eso es lo que diferencia a la democracia dominicana, “fría, gris y aburrida”, de la caliente e interesante inestabilidad política de Perú, de la autocracia emergente de El Salvador, y del claro autoritarismo del régimen chavomadurista en Venezuela, “ejemplos de la amarga cosecha que la región está recogiendo como resultado de la propagación de una virulenta cepa de populismo en las últimas tres décadas. Esa cepa, arraigada en gran medida en la justificada exasperación de la ciudadanía frente a la corrupción, ha causado estragos en los sistemas de partidos y ha debilitado a las instituciones necesarias para luchar contra la corrupción y canalizar las demandas sociales en forma pacífica” (Kevin Casas-Zamora).
Ojalá los dominicanos preservemos la belleza, bondad y virtud de una democracia basada en partidos fuertes -que convocan intensamente el entusiasmo y la adherencia de militantes y simpatizantes- y un sistema electoral transparente, escapando así de la inestabilidad política y socioeconómica propiciada por el populismo, el mesianismo, el adanismo, el buenismo, el transfuguismo, el clientelismo, la hipócrita política de la antipolítica -que es la más política de todas las posiciones políticas como afirmaba Carl Schmitt– y la política considerada como una lucha entre enemigos y no entre adversarios que compiten electoralmente por el voto popular.
Y es que, a fin de cuentas, parafraseando ligeramente a Winston Churchill, la democracia de partidos es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás.