Del trato dado por Manuel Sorrillas a sus esclavos dan cuenta la existencia de un “sepo de capa” y las armas blancas y de fuego que constan en el inventario de sus bienes.
Dos casos resaltan por su singularidad. El primero fue el de la pequeña Inés, donada como limosna al santuario de Nuestra Señora de la Altagracia en Higüey. Cuando tenía entre dos y tres años, en 1766, fue vendida por Salvador de Buela y Vilela, cura, rector y vicario foráneo de El Seibo, en su calidad de apoderado de Eugenio Urrea, perdiguero de la Catedral de Santo Domingo y tesorero del santuario de Nuestra Señora de la Altagracia, a Manuel de Yumar y Rojas, vecino de El Seibo y esposo de su hija María Sorrillas, por ante Tomás Antonio González y Fernández, escribano público y de cabildo.
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El segundo fue el de Plásida, “negrita” de tres meses de edad, hija de la esclava Dionicia, nacida en casa del gobernador Sorrillas, a la que otorgó carta de libertad el 29 de diciembre de 1763 por la suma de 30 pesos en plata, pagada por su padrino Simón de Asa (sic). Sería separada de su madre, pues de otro modo esta debía pagarle a su amo la suma de 20 pesos adicionales por concepto de crianza por el término de un año.
A la par de su descendencia legítima, Manuel Sorrillas transmitió su apellido a sus esclavos y lo propio hicieron sus hijos y nietos y otros parientes; la forma Sorrillas pasó a Zorrilla(s) y en una misma época aparecen indistintamente esclavos con el apellido en sus dos variantes. Algunos de esos esclavos, encontrados hasta ahora, son los siguientes:
SORRILLAS, AMBROSIO: “Negrito bosal”, perteneciente a María Sorrillas, de aproximadamente 22 años, “oficio de campo” y vendido en 1810 en 280 pesos fuertes al regidor y alférez real Pedro Ruiz por sus sucesores, María Jacinta Sorrillas, esposa de Gabriel Custodio, y los hijos menores de Juan Evangelista y José Sorrillas, difuntos, representados por Francisco de la Trinidad.