Con luces rompiendo el cielo –semejante a Sidney, Nueva York o Río de Janeiro en Año Nuevo- iniciaron Estados Unidos y sus aliados la invasión de Irak el 20 marzo de 2003.
Bagdad era, según las transmisiones en vivo, una urbe opaca vacía ahogada en sirenas. Frente a las pantallas, el mundo seguía los bombardeos, mientras la sangre y los escombros volaban por los aires: la “liberación” de Irak había comenzado. Toneladas de explosivos cayeron sobre el país.
La ocupación se extendió hasta diciembre de 2011, y desató una orgía de muertes, destrucción y caos total. No quedó ninguna estructura de gobierno. Luego estallaron conflictos étnicos e interreligiosos.
El grupo Iraq Body Count calcula en más de 100,000 los muertos. Iraq Family Survey lo estima en 151,000; mientras que The Lancet en 655,000. Además de miles de viudas y mutilados.
De triste recuerdo son las fotos de soldados extranjeros usando perros que amenazaban destrozarles los genitales a prisioneros desnudos en la cárcel de Abu Ghraib.
Luego Irak se convirtió en un “safari”, y hasta el presidente Hipólito Mejía envío soldados. A Irak viajó el príncipe inglés Enrique para “afinar su puntería”, y luego viajó a Afganistán y mató 25 talibanes, según el mismo relató en sus memorias.
En Irak se confirmó la tesis del Cardenal Richelieu al sentenciar que “el que tiene el poder tiene generalmente la razón”. O impone su “razón”, dirían otros. Ya se sabe que la invasión se basó en datos falsos. Y segundo, que la ONU sirve de poco. Irak aún llora.