Al sur la sabana del Estado, hoy Ciudad Nueva es poco mencionada. Conectaba con el Camino de Güibia y las villas que estaban al oeste.
Además de “Ciudad romántica», Cestero centra su novela “La sangre” en el espacio citadino. Esta mirada a la vida en la ciudad es una especie de transposición, a mi manera de ver, del deseo de modernidad. Cuando el modernismo era cosmopolita y París era centro y Venecia el recuerdo romántico, los modernistas dominicanos buscan referenciar en la ciudad el espacio-tiempo. Santo Domingo como también se había celebrado en 1892, cuatrocientos años del descubrimiento de América. La efeméride miraba hacia la ciudad vetusta.
Miguel Ángel Fornerín
Los discursos sobre la ciudad que aparecen en “La sangre” muestran un momento en que su estado arquitectónico es el más deplorable. La condición de enfermedad de los edificios viejos hace que muchos de sus habitantes salgan a tomar un poco de aire. La salubridad es espantosa según se puede leer en la obra de Francisco Peynado “De la emigración” (1909); por tal calamidad, tiempo atrás, la poeta Salomé Ureña Díaz hubo de mudarse a Puerto Plata. Las enfermedades respiratorias afectan a sus habitantes. La ciudad crece hacia el oeste. Comienza la lotificación de la Primavera y Gascue. En su ensanchamiento ponen su espíritu emprendedor los Henríquez y el puertorriqueño Pedro Lluberes.
La primera mirada a la ciudad en la novela de Cestero se da desde el presidio de la Torre del Homenaje. Antonio Portocarrero, periodista e intelectual, se encuentra prisionero de la dictadura de Ulises Heureaux. La ciudad es una urbe política, un ágora abierta. Los espacios citadinos centrales son el Parque Colón, en cuyos asientos se establece un ágora permanente. La ciudad es el punto desde el cual se maneja la política que tienen como fundamento someter a las “ínsulas interiores”, aquel espacio levantisco de la montanera, de la manigua, en la que se debate a fuego el honor.
Entonces se imponía el dominio político de Puerto Plata.
El ambiente escolar se divide en dos espacios fundamentales: el colegio San Luis Gonzaga y la Escuela Normal. La última solo queda mencionada en el texto de Cestero. Las acciones juveniles en una especie de novela de aprendizaje se ubican en el colegio de Padre Billini. El espacio es pequeño. La ciudad no era más que unas cuantas calles. Por el este está el puerto, muy próximo a él se encontraba un mercado. El río dejaba ver a la distancia los barrios de Pajarito, Villa Duarte, y Los Mina. Por el noroeste, se ubica Santa Bárbara, al norte San Carlos y el collado de San Miguel, era entonces una frontera interior.
Al sur la sabana del Estado, hoy Ciudad Nueva es poco mencionada. Conectaba con el Camino de Güibia y las villas que estaban al oeste. La Puerta del Conde, un verdadero vertedero para Moscoso Puello (“Navarijo”, 1956), quien veía la vida capitalina desde su atalaya en el barrio San Carlos. El lado oeste de la puerta era un espacio en que se instalaba el patíbulo, como existió en los tiempos de la colonia en el parque Colón. Al norte de la Puerta, está ubicado el fuerte de la Concepción y no menos muy lejos el Polvorín. Eran espacios lejanos para la muchachada porque la ciudad se detenía en la calle Espaillat. Cerca del Fuerte y el Camino hacia el Cibao, estaba la estación del tren. Del que nos habla también Moscoso Puello en “Navarijo”, nombre del barrio que fincaba al sur de la puerta.
Por el sur de la ciudad se encontraba el matadero, frente al mar Caribe. Más al este el paseo Presidente Peynado. Y el Placer de los Estudios en que se podían ver las embarcaciones y balandras que visitan la ciudad, algunas desde el sur, como lo podemos encontrar en “Los enemigos de la tierra”, de Requena. Entonces se prefería viajar en barco en una práctica de cabotaje, en lugar de tomar los peligrosos caminos que eran intransitables hasta que llegó la modernidad con el presidente Cáceres quien inició el programa de construir carreteras, que la Ocupación expandió en la década de 1920.
Los espacios lejanos de la ciudad eran los que la muchachada tomaba como lugares de maroteo, los montes de Galindo con sus guayabas, los caimitos de Pajarito y los limoncillos de San Carlos (p. 28). Se menciona en lontananza Los Mina y San Gerónimo. La ciudad hacia el sur está dada hacia el Matadero, el mercado del Ozama o la Playita del Retiro.
Entre los espacios dedicados a la cultura, resalta el teatro La Republicana en el que se representaban óperas y una biblioteca pública anexa al colegio San Luis Gonzaga. Sabemos que el culto hombre de letras Baralt había donado la suya y con ella se inició ese proyecto de biblioteca pública que en el fondo buscaba expandir el acceso a los libros con lo cual los liberales anhelaban que el pueblo pudiera participar con conciencia en los asuntos de Estado. Entonces debió haber dos librerías de importancia en la ciudad, una era del historiador García, que tenía una imprenta. Luego también apareció el periódico Listín Diario. Órgano que se menciona destacadamente en “La sangre».
La vida social se hacía en el parque, la catedral, la iglesia de Regina o en el club Unión. La ciudad gozaba de las procesiones de Semana Santa, El carnaval, el Día de San Andrés, de los juegos populares, la corrida de toros y de las compañías de arte escénico que la visitaban. Aunque no lo menciona, la ciudad contenía una escuela de artes plásticas y dibujo que regenteaba Luis Desangles y en la que había una tertulia en la que participaba Eugenio María de Hostos.
El pintor puertorriqueño Ramón Frade desarrollaba en esa época sus artes en la revista “El Lápiz».
En “La sangre» se revelan varias ciudades. La histórica con sus edificios, sus calles, fuertes y murallas; la ciudad política, su ágora, las plazas Colón y la Juan Pablo Duarte, que era el refugio de Antonio Portocarrero. La otra era la ciudad espejo: la que modelaba la ciudad utópica difícil por alcanzar, la Atenas. Allí están las ideas. La ciudad tomada por el dictador era otra, la que había que vencer y daba origen a la ciudad sitiada por los revolucionarios de la montonera. Otra ciudad era la de Dios. La que funcionaba en torno a la religión, a las misas, a los sermones. La ciudad arzobispal del padre Meriño.
La ciudad política, con el ágora negativa que es la prisión de la Torre del Homenaje, es la de una juventud que ha estudiado y busca transformar la polis levantisca en una polis gobernable. Ahí se encuentran las ideas liberales como ideas utópicas en un mundo dominado por el autoritarismo: “la juventud audaz, encaramada en sillas claudicantes, derrama sobre el pueblo las doctrinas constitucionales de Hostos” (135).
De la sociedad política se pasa a la ciudad letrada, al intelectual como Aybar pleno de ideales, a las palabras y la acción que pasan a ser fijadas por las prensas. A Cestero no se le escapa el papel del negro. Como el caso de ese tipógrafo y zapatero que hablaba de política en una esquina del Conde, casi calle de la Fuerza, hoy Las Damas. Era el padre del doctor Pieter, un negro curazoleño hijo de esclavos que fue invitado a residir al país como tipógrafo, en primer lugar, del periódico “El Porvenir” y luego de la imprenta que tenía el padre Billini, para imprimir los quintos de la lotería.