Esta novela de Juan Carlos Mieses se destaca, en primer lugar, por la calidad de su prosa de talante poético; un lenguaje seductor que conquista por la belleza de sus imágenes; la exposición que deja ver a todas luces a un escritor de oficio; el estilo que, aunque es poético, no deja de comunicar aquello que la poesía desvía de nuestra atención.
Valga también notar el dominio técnico que se nos presenta en una narración en segunda persona en la que el narrador y el protagonista realizan la diégesis como testigos de un tiempo ido, que busca ser rescatado por la memoria. La técnica de la segunda persona hace que esta, como narradora, también convierta al protagonista en el narratario; personaje junto al que narra, testigo de los acontecimientos. Es importante establecer de entrada que esta novela no es ni una crónica de la guerra ni una mirada tradicional al acontecimiento abrileño.
Todo lo contrario, los acontecimientos históricos aparecen como una atmósfera, en la que respiran los personajes; atmósfera en la que predominan la violencia y la muerte. Es aquí la organización de un cosmos que depende mucho de la perspectiva, de una manera de ver los acontecimientos, de sentirlos. Y en él también se manifiesta el rescate del pasado, sin el dramatismo que el relato heroico deslíe. De hecho, no existe en esta obra la intención de recuperar la heroicidad de otros tiempos; se dedica a ver la guerra con su lado inhumano, su violentar el espacio, el silencio a través de las palomas de la guerra.
Es un sentido nuevo el que marca esta obra de Juan Carlos Mieses. Es una especie de antiépica. Como lo muestra el personaje del Zurdo que parece un ladrón de barrio que se mete a combatiente. Deja en pinceladas la resistencia como cosa de tígueres que no tenían una idea más allá que la de sobrevivir a una situación dada.
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En esta novela, nunca los personajes logran trascender su vida cotidiana. La relación amorosa aparece como el símbolo de la pureza violada por los marines; pero entre los personajes de clase media y el estado de cosas, poco a poco, se da una empatía. No son las tropas las que violan el espacio y el silencio, más bien, son los poderes de la policía de los nuestros, los que ejercen la fuerza, la violencia y la muerte.
Esta nueva perspectiva de la guerra vista desde la derecha de una clase que no intenta cambiar el estado de cosas y que busca preservar el orden establecido, solo conmovido por la guerra como el elemento contradictor o desestabilizador, es interesante porque postula que no hay un único sentido de los acontecimientos abrileños; sino muchos. Sentidos que han quedado opacados por la hipérbole de los héroes, por la recuperación épica de la literatura del sesenta y setenta. Este es el horizonte que abre a nuestro entendimiento esa obra del poeta y dramaturgo Juan Carlos Mieses.
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Dos elementos más me permito apuntar. El primero tiene que ver con la forma encuadrada de la obra en una estructura en abismo. El relato bíblico que inicia el texto y que al final parece desleído por la memoria narrada. Esta técnica lleva a la obra a una forma de parábola que se extiende desde el principio hasta el final. Es una metáfora reiterada en la que el hombre parece una alegoría continuada desde el mito judeocristiano hasta nuestros días. Pienso que es una influencia de la literatura, sobre todo, del teatro de los sesenta. El hombre adquiere en el Ahora un único sentido original, marcado por el relato bíblico. El hombre es aquí el ser vanguardista, puesto de frente a su propia existencia, que es única. El segundo asunto, que depende del anterior, es que ese hombre está más allá del tiempo. Podríamos decir que tiene un solo tiempo en el que vive desde su origen hasta un hoy poco ha cambiado. Además, la recuperación del tiempo por la memoria; el hombre que llega y encuentra su espacio transformado por el tiempo, es un único hombre, es él mismo; no puede ser distinto por el hecho de vivir en una situación social, económica y política distinta; es el hombre originario, el vanguardista.
Esta manera de ver la humanidad contrasta con el hombre histórico. Es un existencialismo cristiano y un determinismo que juega a conferir a los tiempos del hombre en un único tiempo. Por lo tanto, el sujeto no puede desarrollar una acción en contra de lo que ve y de lo que le amarra socialmente. Él está ahí, dado por el tiempo mítico, el judeocristiano. Está abierto a una existencia cerrada por el mito. Es ahí la clave del pensamiento anitiépico que podemos encontrar en las simbolizaciones de esta obra. El personaje se indigna, no por la violación del territorio, la patria, o la pérdida de la nacionalidad; está más que todo furioso por la pérdida humana, el sentido es existencial: ver como la violencia destruye lo humano y lo transforma en nada, en la muerte.
El planteamiento de un hombre genérico dado y conformado por el mito; la falta de acción del sujeto, o sus vacilaciones, nos muestran que el tiempo recuperado por la memoria del viajero, que el tiempo ido y solo atrapado por la memoria y la mímesis, entre el mundo vivido y el mundo reencontrado, no plantea una visión historicista, sino su propia negación. La antiépica de Juan Carlos Mieses proviene de una mirada cristiana de ver el hombre dentro de su propio origen; solo puede sentir el ambiente de terror y muerte. Al final se encontrará con su destino mítico y no en la algarabía del triunfo, de la realización de sus deseos en la tierra.
La novia del protagonista, como la mujer de Lot, está detenida como si fuera una estatua de sal; y permite reencontrar una imagen que solo podríamos llevar al símbolo de la patria, como una idea contraria a la memoria: si miras hacia atrás solo podrás petrificarte en el pasado. Pero, aunque la novia parece el símbolo de la pureza violada por la intervención, lo cierto es que la obra tiende más a ese hombre dado por el mito, sin historia y contra la historia. A velar un tiempo detenido, clausurado.
En fin, “Las palomas de la guerra” es una obra fuera de lo común, por su escritura poética; por las técnicas narrativas bien empleadas (juego entre el narrador y las voces), el planteamiento de una historia encuadrada en otra historia, la intertextualidad, no solo bíblica sino la que se establece con la oralidad; la descripción de la atmósfera de la guerra, la ciudad sitiada; la recuperación del tiempo y el discurso antiépico que plantea otra forma de mirar y repensar el pasado reciente dominicano.
[De El Canon horizontal]