Las mascarillas son y seguirán siendo el arma por excelencia para controlar la Pandemia Covid-19. Su efectividad para la prevención del contagio de toda enfermedad infecciosa trasmitida por aire está comprobada desde el año 1918, cuando la Gripe Española envió al cementerio más de 50 millones de personas.
La tozudez de líderes mundiales en la competencia por el posicionamiento en el mapa de la hegemonía global se hizo cómplice de la competencia de acumulación de riqueza de las multinacionales que juegan pingpong con la salud y la enfermedad, vendiendo la ilusión de una vacuna salvadora, panacea ilusionista, que, en vez de reforzar la conciencia ciudadana en la responsabilidad individual y colectiva para protegerse y proteger a otros contra el contagio, aumenta la infodemia de la pandemia.
Para quien escribe estas líneas no resulta cómodo ver en los titulares de cada día o escuchar la expresión de fama mundial: “Hasta que Venga la Vacuna”; a lo mejor la vacuna viene, pero no se sabe cuándo. Se juega a las adivinanzas del cuándo, pues ningún país lo sabe ni lo sabrá hasta ver super aviones de carga, refrigerados, cargado de vacunas aterrizando en los aeropuertos, cual película de fantasía no llevada a la pantalla todavía.
Pasada esa etapa comenzaría el proceso de distribución nacional de las vacunas compradas; deben llegar los puestos de vacunación locales conservando la cadena de frío, hacer un plan de distribución, otro de vacunación, entrenar a miles de supervisores y vacunadores a nivel nacional para vacunar al menos el al menos a 7.5 millones. Si las vacunas tienen dos dosis serían dos vueltas con una periodicidad de 3 ó 4 semanas, equivalente a 15 millones de inoculaciones.
Completado ese proceso, el segundo desafío será cruzar los dedos a que las vacunas funcionen, induciendo al organismo a crear anticuerpos neutralizantes de largo duración (todavía una incógnita no resuelta). Si las vacunas funcionarán o no, es incierto a la fecha, hasta ahora nadie lo sabe, es otra adivinanza; en este aspecto se juega con la ignorancia sanitaria de la población.
Decir que una vacuna está en Fase III, sólo significa que la vacuna está siendo inyectada en un grupo controlado de personas jóvenes saludables de 18 a 50 años. Al margen de que ya se han observado al menos dos secuelas neurológicas en los ensayos de la vacuna AstraZeneca-Oxford, el hecho de que una vacuna pase la fase III no significa que sea eficaz, efectiva y segura cuando se aplica en el mundo real, es decir, en la población general no controlada.
Después de pasar la fase III, la vacuna queda autorizada para ser aplicada en la población a manera de prueba por al menos un año. Es decir, todo aquel que sea vacunado de que la vacuna llegue a su país, está siendo vacunado con una vacuna de prueba que se llama vacuna en Fase IV o vacuna experimental; es decir, hasta al menos un año después de usted haber sido vacunado, no sabemos con certeza si la vacuna fue segura, eficaz y sin secuelas de corto y mediano ; las secuelas de largo plazo podrían venir después de un año después.
Pasado al menos el primer año de una población haberse vacunado, también estará por verse el índice de efectividad, y el aporte que ese índice de efectividad tendría como impacto en la reducción del contagio. De modo que la expresión: “Cuando Venga la Vacuna” no significa nada en términos de variar las medidas de prevención del contagio que tenemos hasta ahora. La vacuna en el mejor de los casos sería un atenuante a la tasa de contagios que un país tiene antes de la vacuna, pero no será la panacea, ni lo ha sido nunca en corto plazo.
Una vacuna muy buena, con un índice de impacto de reducción de contagio muy bueno, podría erradicar una enfermedad a largo plazo. Las apreciaciones de índice muy bueno de efectividad y eficacia de una vacuna contra coronavirus hasta esta hora están en la cuerda floja, pues las características de ese microorganismo, su patogenicidad, variación de su tasa de contagio e índice de infectividad, sus rápidas mutaciones, más la velocidad conque se han querido diseñar las vacunas para comulgar con el liderazgo internacional, hegemonía mundial y afán de riquezas, festinan las posibilidades de lograr una vacuna con una efectividad cercana de 90%, requerida por una vacuna para el control de una enfermedad de alta infectividad.
Una visión prospectiva en la evolución de la pandemia, indica que el buque insignia sigue siendo la mascarilla, que ha sido nuestra posición antes de que la OMS lo aceptara. Enfocar en el mecanismo de contagio, educar y concienciar, proporcionar mascarillas gratuitas a la población colocándolas a precio de centavos en la red nacional de distribución de comercio, sigue siendo mi visión.
Continuar haciendo todo lo que pueda hacerse mascarillas, incluida de educación presencial primaria por encima del tercer grado. Es un contrasentido hablar de educación virtual para la educación secundaria y universitaria; no se tiene más riesgo de contagio un salón de clases con mascarillas, que en un avión con trescientos pasajeros, transporte público, supermercado, conferencia, o afines.
Se puede hacer con mascarilla casi todo, excepto algunas cosas, que son las que tendrían justificación para incluir en los protocolos sanitarios; lamentablemente miramos lo fenomenológico y no la esencia (cogemos el rábano por las hojas, en castellano simple).
La incesante propaganda de que ya vienen las vacunas es desafortunada; el músculo deltoides del brazo izquierdo de un pobre, que se tope con una vacuna en menos de los años, se habrá ganado la lotería.
El olfato técnico infiere que las vacunas ni siquiera serán necesarias, por las razones siguientes:
- Si la infección por coronavirus deja inmunidad natural, fuese a través de la producción de anticuerpos neutralizantes (inmunidad humoral), o al través del desarrollo de linfocitos T (inmunidad celular), transcurridos dos años, el 60% de la población tendría dicha inmunidad; no necesitaríamos las vacunas por la teoría de cortafuegos de rebaño.
- Si la infección por coronavirus no deja inmunidad natural, tampoco lo lograrán las vacunas, en consecuencia, no necesitaríamos vacunarnos.
- Si la inmunidad natural fuese de corta duración, también lo serán las vacunas, no resistiríamos vacunarnos dos o tres veces al año.
- El nuevo coronavirus es un virus mutante, muta más de una vez por mes; hay que suponer que, al cabo de dos años, alguna de sus mutaciones echará por tierra las vacunas anunciadas para el próximo año.
- Si dentro de dos años el nuevo coronavirus estuviese entre nosotros de forma epidémica, se habrán desarrollado medicamentos efectivos.
- La tendencia del índice de letalidad se proyecta en picada. Dentro de dos años, descenderá a cifras similares al resto de las infecciones respiratorias de invierno, se convertirá en uno más de los catarros de estacionales con los cuales se puede convivir.