Por meses, sectores importantes del país han sospechado –y así lo han dicho— que miembros de bandas violentas de Haití podrían estar cruzando por la zona fronteriza hacia territorio dominicano, quién sabe a qué diabluras. Estas sospechas aumentaron cuando se informó oficialmente, por lo menos en dos ocasiones, que algún miembro de estos grupos fue detenido de este lado de la faja fronteriza. Ahora se nos dice, a través de un informe independiente rendido a las Naciones Unidas, que las armas que alimentan a los bandoleros haitianos llegan a sus manos desde los Estados Unidos y desde la República Dominicana, que hay personeros dominicanos que les sirven de intermediarios, etcétera. Además, algunos bandoleros tendrían sus familiares más cercanos aquí y otros hasta utilizan el territorio dominicano para depositar dinero. En palabras muy simples, esta es la vulnerabilidad histórica de nuestra frontera, o la porosidad de la misma como otros prefieren decir. Las autoridades locales ya empezaron a negar todas estas afirmaciones y seguirán negándolas, un patrón de conducta esperado. Lo cierto es, sin embargo, que nuestra frontera sigue siendo un territorio con una dinámica propia que le diferencia del resto del país. La reacción recomendable ante los recientes informes externos sobre Haití y los capítulos concernientes a la frontera domínico-haitiana, es que no despreciemos lo que allí se ha dicho, que actuemos como si fuere verdadero y, en consecuencia, seamos más vigilantes y adoptemos cuantas medidas sean necesarias.
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Apretemos los controles fronterizos, tanto en los seis pasos formales como en los incontables informales; hagamos que los drones sean operativos y que no desaparezca la vigilancia a los que vigilan, que la “inteligencia” sea pormenorizada, dinámica y activa, y que el temor a la autoridad dominicana entre los de este lado y los de aquel lado sea real. Si alguna vez fue necesario tomar la frontera en serio, es ahora.