En 1786, el arzobispo Isidoro Rodríguez Lorenzo, a propósito de su visita pastoral a la parroquia de San Carlos, mandó a no omitir los nombres y naturaleza de los padres del enterrado y del consorte supérstite. Más de 70 años después, el arzobispo Bienvenido Monzón Martín, en su visita a la parroquia de Monte Plata, reclamó consignar edad del difunto; enfermedad que produjo la muerte; día en que esta tuvo lugar; qué sacramento recibió; si murió o no intestado; en poder de quién obraba y ante quién se otorgó testamento, si lo hubo; nombres y apellidos y naturaleza y vecindad de dos testigos. Mientras, en 1897, el arzobispo Fernando Arturo de Meriño mandó que el cura de Yamasá anotara la clase de entierro hecha a los difuntos y su lugar de origen.
El peligro de muerte de un párvulo o un adulto ameritaría su bautizo, como ordenó el arzobispo fray Fernando del Portillo al cura de Baní en su visita pastoral de 1794, consignando que del bautismo debía hacerse mención tanto en la partida de entierro como en un acta separada, inscrita en el correspondiente libro y la llamada de lugar. Otro señalamiento, para no confundir la fecha de enterramiento con la de muerte, fue la de dilatar hasta por 48 horas el entierro de toda persona.
Los libros de enterramientos no reflejan la realidad en cuanto al número de fallecidos por la falta de declaración de defunciones, como se comprueba a partir de dos testimonios: el primero corresponde al Pbro. Antonio de Soto (1816), en relación con los entierros en San José de Los Llanos.
En el libro de entierros que entregó al Pbro. José Ruiz, cura de Santa Bárbara, anotó que los fallecidos eran enterrados donde morían y no se llevaban a la comunidad. El otro es del arzobispo fray Roque Cocchia, a propósito de su visita pastoral a la parroquia de Azua (1877), donde reclamó al cura instar a los campesinos a asentar las partidas de sus difuntos.