Los paraísos perdidos

Los paraísos perdidos

Cuando la gente dice: “Estoy en la gloria” o “Esto es el Paraíso”, se refiere, en primer lugar, a que es feliz. Por supuesto que identifica, ampliamente felicidad con bien, puesto que es bueno ser feliz. El hombre tiende a ello irresistiblemente; apetece ser feliz.

Cuando la gente habla de algo que es bueno, se refiere, intencionalmente, a algo que nos hace felices, por lejana, sensual que sea dicha felicidad.

Lo bueno no puede ser nuestra destrucción, nuestro dolor. Si frecuentemente la apetencia de la felicidad y la apetencia del bien difieren o se oponen excluyentemente, es porque en el ser humano hay una dualidad de principios (alma y cuerpo) en perpetua querella, y para satisfacerla la voluntad suele titubear y elegir, no siempre orientada a los fines eternos.

En pocas palabras: no es que felicidad y bien sean opuestos, sino que la felicidad y el bien de mi parte espiritual suelen oponerse, por ahora, a la felicidad y al bien de mi parte carnal. Como a veces, dentro de la pura esfera carnal, el goce de hoy constituye el dolor de mañana.

Todo puede reducirse a un juego (una lucha) entre felicidades menores y felicidades mayores, ante felicidad efímera y felicidad duradera. Mientras la parte carnal y sensual quiere su satisfacción “ahora e inmediatamente”, el Espíritu puede postergar la felicidad por larguísimos plazos.

Postergar, pero nunca renunciar definitivamente: porque si así ocurriera, ¿Qué entenderíamos por bien? El bien es la felicidad: ya lo hemos dicho. Y la diferencia entre un vividor y un santo no reside sino en que aquel, el vividor, ha escogido la felicidad inmediatamente, pequeña y efímera, y este, el santo, ¡la absoluta y eterna!

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Origen de la grieta entre ambas esferas es el pecado original. Pero esto es otro tema.

Si podemos hablar de Paraíso es porque alguna vez existió o existirá. Aunque todos los paraísos, según Borges, son paraísos perdidos, existe la posibilidad de alcanzar momentáneamente un estado de felicidad contemplativa, cool y desinteresado, mediante el uso de sustancias alucinógenas como el hachís, el opio, la cocaína, la mariguana, la mescalina, etc.

Si el hombre no fuera dual, si no estuviera escindido, no tendría idea alguna de bien y mal. Ningún progreso, ni siquiera mecánico, habría sido posible. Esto demuestra que el hombre en cierto modo está en el Paraíso y en cierto modo no lo está.

Si, por otra parte, podemos examinar sus atracciones en cómoda posición de espectadores, es porque ya no estamos en su centro. Un hombre que narra, v. gr., su existencia miserable, puede hacerlo, primero, porque es miserable, y segundo, porque no es miserable.

Si el hombre no fuera una especie de centauro bueno-malo, no existiría el ansia del Paraíso, su búsqueda en el más allá o en más acá, su apreciación de que algo está “malo” y de que podría estar “mejor”. No existiría tabla valorizadora.

No siendo el hombre esa especie de centauro con medio cuerpo en el cielo y medio en la tierra, le sucedería lo que a las cucarachas, que no escriben ninguna clase de novelas, ni siquiera aquellas que escriben los seres humanos y en que los protagonistas, ellos mismos, son ¡unas cucarachas!

La cucaracha no sabe que es cucaracha, por cuanto no cuenta con una facultad superior a ella misma –en cierto sentido, extraña a ella– para mirarse y juzgarse desde fuera. El hombre puede juzgar su zona no-hombre, su zona cucaracha; lo que demuestra que dispone de una facultad extraña a él mismo, capaz por tanto, del Espíritu, que forma y no forma parte del hombre, pero que lo define.

En las Sagradas Escrituras, en innumerables pasajes, el Espíritu se muestra como exterior y extraño; no se identifica con nada del mundo, aunque lo toca: “El Espíritu flota sobre las aguas”, “Sopla donde quiere”, “Se posa, en figura de lenguas de fuego, sobre los Apóstoles”, etc.

Es como un viento de otro mundo. En el hombre no solo puede constituirse como mirada objetivadora, sino también como conciencia y juez moral. En lo científico conocemos y controlamos –hasta cierto punto– los movimientos de nuestras zonas inferiores: lo mineral, lo vegetativo, lo químico, lo físico, lo biológico y hasta lo psicológico mismo que hay en nosotros, es “visto” por nuestro Espíritu.

Y no se trata de la aparente ventaja que nos podría conceder el estar situado en la cúspide de la evolución biológica, pues de ser así, podría darse tal capacidad en cualquier grado biológico con respecto a los grados inferiores; que así no sucede lo prueba el hecho de que, v. gr., el gato no conoce su parte vegetal, mineral, etc., ni el lagarto sabe de su parte pez, de su parte protozoo.

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Dicho de otro modo, los grados superiores de evolución biológica no dan, por el hecho de ser superiores, conciencia sobre los grados inferiores. Solo una potencia, la más alta, el espíritu, conoce y juzga todos los grados inferiores.

Solo el hombre es ese ser privilegiado. La cucaracha, pues, no puede concienciar su bajeza, ¡no puede objetivarse ante sus propios ojos! Y es porque el animal vive de sí, pero no sabe de sí.

El Sacramento de la Confesión católica es un magnífico ejemplo de la presencia del Espíritu en el hombre.
El “Examen” (primer movimiento de la Confesión) representa tal objetivación. Es ya un acto espiritual, pues, consiste, no solamente en recordar ciertos actos, sino en concienciarlos como bajos, y como voluntariamente bajos, esto es, como pecados; como intencionalmente opuestos a esta altura que los está mirando y juzgando.

El “Examen” es un reconocimiento que hace el hombre de sus actos de objetivarse a sí mismo. En el “Dolor”, la parte baja sufre por ser alta. El alma, al sufrir por esta no altura, al sufrir por su bajeza, está asumiendo ya un papel espiritual, se está viendo abajo, como hace un momento solo la altura podía verla.

O sea, la parte baja de nuestro ser, la parte que pecó, por el solo dolor de sentirse baja, se estira con angustia infinita, asciende, se hace alta, se espiritualiza en cierta medida.

Nuestra situación privilegiada –el poder objetivarnos y juzgarnos– es, pues, consecuencia del Paraíso, consecuencia de nuestra escisión: del hecho de que no somos una unidad, sino una dualidad. De aquí nuestra intranquilidad, nuestra angustia y nuestra tensión.

De aquí nuestra posibilidad –siempre abonada en la vida de los individuos y de los pueblos- de “salto”, de innovación, de “creación”. Y esto no puede explicarse por el progreso, más o menos mecánico y fatal, que se observa en todos los seres vivos: ya lo hemos visto.

Algo que le asiste pero no le pertenece. En una palabra: el Espíritu, tal y como se le describe en las Sagradas Escrituras. Solo el hombre disfruta de esta privilegiada y dramática situación que le permite ver y criticar su propia condición desmedrada. Pero lo igual no critica a lo igual. Lo cual nos prueba claramente la naturaleza de la potencia que le socorre.