Cuando utilizamos el término “ literatura hispanoamericana”, a primera vista parece que su concepto es claro y está suficientemente definido. Sin embargo, cuando queremos explicitar ese vocablo -por cierto muy útil aunque bastante general—surgen múltiples divisiones y hallamos varios aspectos que no siempre nos convencen. Podemos hasta hacer constar que nos intrigan e invitan a adentrarnos en sus amplios campos semánticos para dilucidarlos. La necesidad de una definición precisa resulta aún más evidente si la examinamos desde el punto de vista axiológico-literario.
El adjetivo “hispanoamericana” se refiere a dos realidades distintas: la hispana y la americana. La primera referencia alude a la cultura y a la lengua que trajeron e impusieron los conquistadores españoles y que hace cinco siglos es la lengua franca de estas tierras. La otra parte del calificativo indica su ubicación geográfica. Sin embargo, no quedan claros y despiertan muchas preguntas. Desde el punto de vista lingüístico es cierto que el español domina en el continente, pero, como se sabe, desde la época precolombina hasta la actualidad han existido lenguas nativas que también desarrollaron su literatura oral y en algunos casos hasta escrita. ¿Pertenecen realmente las literaturas precolombinas y aborígenes a la literatura hispanoamericana? ¿No es cierto que al hablar de la literatura hispanoamericana, nos referimos a textos escritos en español? Estos cuestionamientos interrogan el juicio valorativo de la lengua en esta materia.
Tampoco es del todo clara la valoración fundamentada en el aspecto geográfico. Si bien es cierto que Hispanoamérica arranca territorialmente en la Tierra del fuego, su límite en el norte es más flexible y no se reduce a los territorios en el Sur y en el occidente de los Estados Unidos. En muchas regiones de estas tierras anexadas existió (y existe) literatura creada en español. También en la actualidad podríamos decir que se han corrido esos límites más al Norte porque muchos hispanos, inmigrantes y nacidos en los Estados Unidos, siguen usando el español como la lengua de creación. La bibliografía sobre este tipo de la literatura hispanoamericana ha crecido y ya es abundante.
Podemos observar, entonces, que tampoco el criterio político es aplicable en este tipo de conceptuación. Las fronteras geopolíticas suelen ser fijas, y los deslindes culturales resultan flexibles, dúctiles. Se percibe muy fácilmente la unidad cultural de las islas y de las costas caribeñas o de las regiones andinas. En estos casos parecen prevalecer la naturaleza y la integración telúrica.
La literatura hispanoamericana creó y sigue creando sus propios “topos”. La trastornada imagen de los conquistadores que buscan su Dorado sigue repercutiendo en la conciencia colectiva, pues dejó profundas huellas. Mas la geografía literaria tiene sus propios lugares. ¿Quién no conoce el enajenado Macondo o el fantasmagórico Comala? En su mapa cabe también la pampa de Estanislao del Campo, Horacio Ascasubi y José Hernández. ¿Olvidará algún lector el paraíso romántico de María y Efraín? El túnel concebido por Ernesto Sábato hace varios decenios sigue atormentando la imaginación de muchos.
También, en muchas ocasiones, la manigua y la vorágine de la selva amazónica insisten en usurpar el sentido de lo hispanoamericano. Y hay muchos lugares más que parecen ser reales y definir mejor a Hispanoamérica que los mismos topónimos de su territorio. Todos estos sitios anclados en la imaginación colectiva se desarrollan a través de las generaciones. No hay ninguna exageración en afirmar que existe todo un continente literario gracias a la inventiva de sus escritores y a los lugares que describen. La Hispanoamérica literaria suele dirigir generosamente honrosas invitaciones a que se la explore.
La literatura constituye y a la vez refleja la urdimbre del sistema de valores de la cultura a la que expresa. Pertenecer a una cultura significa identificarse con los valores que representa y sentir la necesidad de proteger los vínculos que afirman esa identidad.
Czeslaw Milosz, el Premio Nobel de Literatura ya fallecido, señaló en su discurso de investidura en la Academia Sueca en 1980:
“Un poeta depende en gran parte de las generaciones anteriores que escribieron en su lengua materna; es depositario del estilo y la forma elaborados por aquellos que vinieron antes que él. Al mismo tiempo, sin embargo, presiente que las formas de expresión tradicionales no se adecuan en todo lo que él quisiera a su propia experiencia. Si se somete a ellas, oye una voz interior que le advierte en contra de las máscaras y el disfraz. Pero si, por contrario, se rebela, cae sucesivamente bajo la influencia de los múltiples movimientos de vanguardia contemporáneos”.
Sí: es muy compleja la vocación del escritor y no resulta nada fácil escoger puesto entre lo pasado y lo emergente.
Surge, entonces, la pregunta: ¿Es legítimo dejarse arrastrar por los inadvertidos peligros de las modas ideológicas, esteticistas o de cualquier otro tipo para lograr aplausos? La inquietud es todavía más intrigante en las épocas de crisis. La prudencia y el discernimiento cauteloso tienen que caracterizar al creador y a los críticos. Es bien sabido que no todas las manifestaciones de la realidad que vivimos son culturales. La degradación de los valores representativos de la cultura y la pérdida del patrimonio heredado son serias amenazas que siempre ha tenido que enfrentar el escritor, más todavía en estos tiempos de creciente globalización, facilitada por el asombroso desarrollo de los medios técnicos de comunicación.
El nihilismo es la alabanza del espíritu de lo vacío. Este tentador susurra que la vida del hombre no tiene sentido y que el mundo es la gran nada, un derrumbadero, un abismo sin fondo.
El deslinde entre las manifestaciones culturales y la anticulturales se esboza sumamente arduo y sutil. Al respecto, Augusto Roa Bastos afirma de modo perspicaz:
“Ilusoria restitución o recuperación de un sentido que subyace presuntivamente en la genealogía de sistemas de significaciones abstraídas y conceptualizadas en modelos que corresponden a culturas diferentes. Por científicas o ideológicamente neutras que se consideren, estas relaciones de abstracción no escapan de ser relaciones de alienación. Todo el mundo tiene derecho—incluso la crítica que se pretende científica—a la incertidumbre de sus deducciones y afirmaciones. Nadie está a salvo del error con respecto a la verdad particular, inaprehensible en su totalidad, en la pureza esencial, de la obra misma”.
Por otra parte queremos aludir someramente a otro rasgo de sumo significado en las letras y que podríamos llamar sincretismo o multiculturalismo.
En el concierto de la literatura universal, la literatura hispanoamericana ya ocupa un puesto muy destacado, y la profusión de autores y obras testimonia ampliamente la pluralidad de su identidad.
La literatura hispanoamericana, como una especie de crisol, acumula su legado y va purificando su propio universo axiológico. La realidad se vuelve permeable ante la literatura, la va asimilando hasta convertirla en uno de sus elementos constitutivos.
Es cierto que los escritores latinoamericanos se inspiraron en Tristan Tzara, André Breton, Bertolt Brecht, Jean Genet, Jacques Prévert, Proust, Sartre y Camus, aunque también es verdad que las bases de esta tendencia ya las habían sentado en el siglo XIX autores como Théophile Gautier, Charles Baudelaire y Rimbaud; pero su creación está centrada en su continente y en los hombres que lo habitan.
Citemos las inolvidables palabras del poeta Pablo Neruda, consignadas en Canto general: “América,/ no invoco tu nombre en vano”.
Compartimos esta idea con el grandioso poeta chileno porque, indudablemente, la literatura hispanoamericana es la gran albacea de sus valores y los proyecta a distintos niveles y con diferentes ópticas.