Todo el mundo, en una democracia, puede ejercer el derecho a la protesta siempre que lo haga de manera pacífica, y en nuestra versión tropicalizada pueden hacerlo incluso los que eligen protestar para que se les permita violar la ley. Que fue exactamente lo que ocurrió recientemente en la Plaza de la Bandera, emblemático escenario escogido por los llamados musicólogos (aficionados a los equipos de sonido instalados en vehículos de motor), para reclamar que se les permita disfrutar de su afición de escuchar música a todo volumen y sin ninguna consideración hacia los demás.
Antes de continuar es oportuno aclarar que la Ley 90-19 anti ruido dispone una pena de cinco a treinta salarios mínimos a las personas que utilicen los vehículos de motor en la vía pública para perturbar la tranquilidad, mediante el uso de bocinas o equipos de música alterados. Eso quiere decir que las autoridades no pueden complacer sus peticiones sin contribuir a violar la misma ley que están obligadas a hacer cumplir y respetar; a menos que decidan asignarles, como también reclaman, una zona de tolerancia.
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¿Pero dónde, si aquí no tenemos desiertos ni islas remotas y deshabitadas donde puedan reventarse los tímpanos a ritmo de reguetón o cualquier otro género si ese es su gusto y deseo?
Uno de los voceros de los protestantes, que incluyó a los dueños de negocios en los que se instalan los equipos musicales a los vehículos, aseguró que ese sector mueve más de cuatro mil millones de pesos anualmente en pago de impuestos. No debe extrañarnos que surgiera el tema de los impuestos que pagan los quejosos como una forma de justificar, con tono de chantaje, sus pretensiones, pero impuestos pagan también los ciudadanos a los que agreden con su música a todo volumen.
¿No sería mas fácil, y también más sano, que bajaran el volumen en lugar de pretender que se les permita violar la ley aunque nos quedemos sordos o terminemos con los nervios destrozados?