Si algo queda claro al pasar revista a las reacciones al teteo que hace algunas semanas tomó por asalto a la Ciudad Colonial, convirtiéndola en un pandemónium, es que la Calle 42, en Capotillo, debe quedarse donde está, donde no pueda perturbar la tranquilidad de los santuarios de la clase media y la “gente decente”.
Y quien quiera visitarla para hacer turismo urbano o disfrutar de sus interminables teteos puede hacerlo bajo su propia cuenta y riesgo, pero que se mantenga, como hasta ahora, como una especie de zona de tolerancia a la que solo hay que mirar y ponerle atención cuando la violencia se desborda y hay que ir a recoger los muertos.
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Pero la Calle 42 y Capotillo son tan solo el escaparate de una realidad social que se replica y multiplica en centenares de nuestros barrios, donde el teteo es el que manda y el microtráfico y las feroces guerritas por su control son el pan de cada día, sin que sus residentes puedan hacer nada porque no hay ninguna autoridad que los escuche y atienda.
Ignorar esa realidad y sus consecuencias para el resto de la sociedad ha sido un error que, lamentablemente, vamos a pagar todos, y lo que ocurrió en la Ciudad Colonial nos lo recordó de mala manera; pero también nos advirtió sobre las consecuencias de mantener los ojos cerrados frente a una amenaza que, por su cercanía y proximidad, puede golpearnos con dureza en cualquier momento y cuando menos lo esperemos.
Hace unos días el gobierno anunció, a través de la Dirección de Proyectos Especiales de la Presidencia, que pondrá en marcha un plan piloto en la Calle 42 con el que busca que sus jóvenes puedan desarrollar su potencial más allá de las drogas y la delincuencia. Ojalá sea verdad tanta belleza, pero sobre todo que Capotillo solo sea el principio, que esas acciones lleguen también a otros barrios donde cientos de miles de jóvenes sin presente ni futuro porque ni estudian ni trabajan se han convertido en una bomba de tiempo que el día menos pensado nos explotará en la cara.