Por qué muchos dominicanos aplaudimos las muertes en “intercambios de disparos”, los linchamientos de supuestos delincuentes y la deportación arbitraria y en condiciones infrahumanas de pretendidos inmigrantes ilegales?
Para responder esta pregunta repito lo que he dicho tantas veces en esta columna de la mano de Slavoj Zizek. El filósofo imagina una película que muestre en toda su crudeza la violación de una mujer. El mensaje del filme sería algo así como que debemos evitar la moralidad barata y comenzar a pensar seriamente en que quizás la violación sea un “mal menor”. Es obvio que tal cinta sería repulsiva pues vivimos en sociedades en donde la violación es considerada simplemente inaceptable y a nadie en su sano juicio se le ocurriría defenderla. Y, sin embargo, hoy se habla, con la mayor naturalidad, de la tortura, proscrita mundialmente desde finales de la Segunda Guerra Mundial, y se recomienda, incluso, aplicarla por mandato legal a los sospechosos de cometer ciertos crímenes, como es el caso de los terroristas. ¿Por qué? Zizek lo explica:
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“La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; solo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba ‘el espíritu objetivo’ o la ‘sustancia de las costumbres’, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable. Por ejemplo, una señal de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violación: todo el mundo tiene claro que la violación es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violación, sería triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificaría a sí mismo. Y lo mismo debería ocurrir con la tortura. Por ese motivo, las mayores víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayoría sigamos oponiéndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea”.
En República Dominicana, no contamos con una sociedad que, para usar las palabras de Zizek, “haya integrado en su sustancia ética los grandes axiomas modernos de la libertad, la igualdad, los derechos democráticos, el deber de la sociedad de proveer educación y salud básica a todos sus miembros” y que, en consecuencia, haya vuelto al asesinato estatal, al racismo o al sexismo “simplemente inaceptables y ridículos”, al extremo de que no haya necesidad de argumentar contra ellos, ya que si alguien lo promueve abiertamente sería “inmediatamente percibido como un excéntrico que no puede ser tomado seriamente”. Todo lo contrario: propiciar el crimen estatal, ser racista, homofóbico o sexista, es totalmente normal para muchos dominicanos.
Aquí la apología de estas censurables conductas no se despliega de modo velado como en otras sociedades. No es que, poco a poco, como lo hizo Hitler en Alemania, se desmontan las conquistas liberales hasta que, un día, ya es posible abogar abiertamente por la superioridad racial o la eugenesia. No. Muchos dominicanos asumimos nuestros prejuicios como algo absolutamente normalizado, que practicamos sin tapujos y que admitimos incluso de modo público al más alto nivel. Ya no es que el poder rompió nuestra escala ética y anuló nuestra sensibilidad moral intuitiva, forjada en un paulatino desarrollo de la civilización desde las cavernas hasta los rascacielos. Es que sencillamente los dominicanos publicamos obscenamente, en las redes sociales y en la prensa, y sin rubor, lo que es tabú en cualquier sociedad civilizada y decente, sin estar conscientes de que, con ese comportamiento, perdemos una parte esencial de nuestra identidad colectiva y de nuestra dignidad humana.
El gran problema dominicano es, por tanto, no tanto la descarada defensa del crimen, el racismo, el machismo, la homofobia y el discurso del odio que busca degradar, intimidar, asustar, fomentar prejuicios o incitar a la violencia sino, sobre todo, nuestra falsa conciencia, que nos impide percibir nuestros terribles y vergonzantes prejuicios en toda su descarnada realidad, es decir, nuestro Trujillo interno, ese fondo totalitario que no está enterrado muy profundo y por eso fácilmente aflora en nosotros.