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Guardianes de la verdad Opinión
José Miguel Gómez

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“El poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente” decía Lord Acton. En toda actividad social donde se maneje recursos económicos, capacidad de inferir en los demás, poder para decidir, “hiperinflar el ego” satisfacer la vanidad, el confort y buscar la notoriedad social del “éxito” en las oportunidades, se corre el riesgo de practicar la corrupción.

Establecer la diferenciación entre personas honestas y corruptas, se hace difícil, dado que la corrupción desde el punto de vista social y político ha entrado a una “normalización” dentro de una cultura que, desgraciadamente, tiene poca consecuencia y, además, la falta de capacidad de indignación de la sociedad y, de la exclusión de la función pública de por vida a la persona que han delinquido, faltando a la ética y a la moral social.

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Cada país, cada gobierno ha tenido que soportar y enfrentar actos de corrupción. Algunos Estados la condenan, otros son más permisivos, los Estados más radicales los envían al sistema carcelario por décadas y los exponen como actos de traición.

Sin embargo, la corrupción es una práctica que se da en lo público y lo privado, en cualquier institución religiosa, gremial, empresarial, político, deportivo, práctica de hacer lo correcto aunque no te vean, se hace difícil en el conglomerado social donde la corrupción es una “cultura” o una conducta “normalizada”, donde el que no la ejerce pasa a ser el elemento “raro”, “el pendejo” o lo excluyen de los grupos político social.

La reflexión de asociar cerebro y corrupción, lo trato de explicar debido a que el cerebro posee los químicos que tienen que ver con el placer, los impulsos gratificantes, y con lo que genera bienestar y confort a las personas; hablo de la dopamina, el neurotransmisor que está mas comprometido en las adicciones, las conductas impulsivas placereadas: juegos, drogas, sexo, dinero, pornografía, poder, etc.

La corteza prefrontal, donde se encuentran las funciones ejecutivas del cerebro: memoria, atención, capacidad de abstracción, juicio crítico, discriminación, asociación de ideas y la capacidad para medir riesgos, consecuencia y daños.

La corrupción es una conducta que daña, desde la moral y la ética, de lo social y lo personal. Siempre que los comportamientos o conductas tienen riesgos y daños, pero se practica de forma recurrente y periódica, se establece si la persona padece de un trastorno disocial de la conducta o de psicópatas funcionales.

El cerebro es el órgano que nos ayuda con la conciencia, la proporcionalidad, la diferenciación entre lo moral o inmoral, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, etc. Sin embargo, el ser humano lo puede reconocer, pero no puede poner límite, no siente resaca moral, empatía y disonancia cognitiva; es de ahí que el corrupto está consciente del daño personal y social que hace.

La corrupción, la prostitución, las adicciones, son parte de la complejidad psicosocial y cultural; pero también de la causalidad biológica y ambiental. Todos los comportamientos disociales se pueden prevenir, tratar la vulnerabilidad o crear las condiciones para que no se reproduzcan o rehabilitar dentro del sistema carcelario.

El corrupto tiene problemas en poner límites saludables, en cuidar la hoja de vida de su historia personal y social, su cerebro se va dañando y su comportamiento se hace permisivo y alejada de la moral y la ética.

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José Miguel Gómez

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