Pisar el acelerador ahora para que tras una maratón congresual de cuatro años sean realidad modificaciones a una serie de aspectos institucionales y hasta la Constitución misma, emerge como pretensión de recuperar el tiempo que hicieron perder al país los liderazgos políticos más influyentes. Han estado dando de lado a objetivos de alto interés nacional para que su aceptación ciudadana no corriera peligro por el impacto sobre diferentes sectores e intereses que tendrían los cambios que se presagian. Preservarse como opción de poder parecía importar más que saldar con puntual proceder una deuda histórica de actualización y fortalecimiento de las bases jurídicas de la República. Con la prisa a que ahora se aspira, habría riesgos de festinar el análisis minucioso de detalles que ameritarían proyectos o anteproyectos llamados a ser llevados a previos debates públicos de amplia participación y a la creación, como propone Finjus, de una comisión de juristas de distintas áreas que participe en las discusiones y auspicie el arribo a consensos con particular atención a una propuesta de modificar la Constitución para la que sería difícil unificar criterios en este momento.
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Huidizos núcleos partidarios deben ya inspirar confianza en los sectores nacionales de sensibilidad y civismo que se les han adelantado con advertencias de que la hora de emprender reestructuraciones que no debieron posponerse se cumplió en el 2015. El daño por más postergaciones correría por su cuenta.