Como muchos de ustedes, no supe si alegrarme o preocuparme cuando me enteré de que tenemos un “gabinete de millonarios”, empezando por el presidente Luis Abinader, al frente del Poder Ejecutivo.
Y si hablo de alegrarme es porque, según cierto convencionalismo que no aspira a verdad absoluta, el que tanto tiene no necesita coger lo ajeno, una gran noticia cuando consideramos que, desde la fundación de la República, ha resultado imposibe impedir que quienes gobiernan metan la mano en las arcas públicas para engordar sus bolsillos.
Pero solo hasta que alguien nos recuerda que la experiencia, tristemente, nos ha enseñado que también hay gente que mientras más tiene más quiere, que no se sacia con nada porque cree que solo puede ser feliz si lo tiene todo. No estoy diciendo aquí que, en nuestro caso, estamos frente a una posibilidad o la otra, pues no conviene adelantarse a los acontecimientos ni dejarse arrastrar por los prejuicios.
Pero estamos ante un hecho extraordinario, imposible de ignorar, aunque todavía no alcancemos a vislumbrar las consecuencias que tendrá cuando pasemos balance a un Gobierno con apenas treinta días y un largo y difícil camino por delante. Mientras tanto, me declaro cien por ciento de acuerdo con doña Milagros Ortiz Bosch, directora de Ética y Transparencia, quien le ha recordado a la Cámara de Cuentas que su obligación es investigar y determinar la veracidad de las infomaciones que contienen las declaraciones de los funcionarios entrantes y salientes.
Solo así podrá saberse si unos son tan ricos como declararon en ese papel o solo es una referencia de la fortuna que piensan acumular, o si hay otros que no se atreven a declarar todo lo que tienen pues se convertirían, de manera automática, en reos de la justicia. Ahora debo despedirme, y lo haré con una pregunta que a muchos les parecerá capciosa: ¿A cuántos de unos y de otros conoce usted?