La mayor desgracia de una organización partidaria reside en perder la sintonía con su base social y electoral. Desde siempre, los partidos cargan en su vientre el deseo de núcleos ciudadanos que asumen el sentido de militancia, como interlocución efectiva para ejecutar políticas públicas desde el Gobierno.
La fractura y pérdida de rumbo se inicia al ganar con un sector y gobernar con otro. Y al hacerlo, nunca consiguen la franja por conquistar, e inmediatamente se alejan de los hacedores de la victoria.
El PRM es, en teoría, una organización socialdemócrata. Además, el referente por excelencia, José Francisco Peña Gómez, adicionaba la carga de simpatías en sectores que asumían sus éxitos como parte de la reivindicación de segmentos históricamente excluidos.
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Irónicamente, el afán por acercarnos a lo que dista de la base popular del PRM, ambienta situaciones para que los adversarios partidarios tomen ventajas en un mercado electoral que se resiste ciegamente cuando se le deja desprotegido. Los de abajo, construyen un sentido de identidad capaz de no detenerse en el discurso y observan modelos de identidad alrededor de lo que se parece a sus parámetros. En esencia, nadie puede representar con honestidad lo que se niega en el terreno de los hechos.
Transformar posturas, desdecirse y entregar la orientación de la gestión a franjas distantes del compromiso histórico no conducen por buenos caminos. Inclusive, asumir la retórica vilmente utilizada contra el líder, en interés de hacer propaganda para fines electorales, reflejan que los políticos de verdad no andan recurriendo a posturas simuladas y de altísima carga mediática.
Afortunadamente, el mejor aliado de la verdad es el tiempo. Por eso, el juicio de la historia tiende a lanzar al desdén ciudadano al ejército de farsantes y simuladores que, intercambian el sentido de consistencia y compromiso contraído, por el desmedido interés de ser simpáticos y acomodarse en la proximidad del reloj electoral. ¡Oh, los impostores!