Se trata de un libro magistral, fácil de leer e instructivo en cada línea de su voluminoso cuerpo de papel gracias a un lenguaje llano y a una narración cartesiana transparente y bien ilustrada. Harari hace una contribución importante al pesquizar -desde la atalaya de la ciencia- quiénes somos y dónde es probable que acabemos como especie. Por esto, contribuye a las preocupaciones legítimas expresadas por el físico Stephen Hawking, el filósofo Nick Bostrom y los líderes empresariales Elon Musk y Bill Gates, entre muchos otros.
¿Qué dice, repite y subraya Harari a lo largo de cada capítulo de esa breve historia llena de pasos que nos llevan del reino animal hasta el de los dioses? Solo y exclusivamente una idea; sí, una sola idea matriz: a menos que cambiemos de rumbo, los días del Homo sapiens están contados.
Existencia efímera, sin lugar a dudas, por dos razones. Primera: “Tenemos la dudosa distinción de ser la especie más mortífera en los anales de la biología”. Y segunda razón, su exposición muestra cómo avanzamos desde los árboles a las cavernas y el fuego, de las canoas a los galeones y así sucesivamente mientras nos acercamos vía la exploración del espacio y la inteligencia artificial a ser aquellos que -no obstante nuestro dominio de todas las cosas y el esplendor de nuestra propia especie yacemos insatisfechos y no sabemos hacia dónde vamos. Tal y como Harari reconoce al mero al final de su escrito, Sapiens permanece insatisfecho y ni siquiera sabe “en qué desea convertirse”.
En ese contexto, lo más curioso del planteamiento del historiador israelí es que su influyente libro depende de eso que Hegel calificaba de Espíritu del mundo (“Weltgeist”), pues su posición ideológica se ajusta a cabalidad con la cosmovisión en auge en la actualidad. Me refiero a la de la ciencia.
1- Cosmovisión. Harari escribe enarbolando el paradigma fiduciario de que la ciencia enseña que más allá de la materia no existe algo. Cobijado ahí, es miembro privilegiado de la cohorte de élites científicas que fungen de representantes -a confundir con guardianes- de un mundo que no es asunto de creencias y opiniones, sino de evidencias y rastros empíricos. Las fuerzas de la naturaleza explican todo lo habido y por haber de manera provisional y enriquecedora, independientemente de que carezcan de visión y de propósitos
A decir de Gerald R. Baron, a quien aquí sigo a pie puntillas, Harari nos toma de la mano para hacer un recorrido por la naturaleza en tanto que es lo narrado con sentido histórico. En ese afán, nos explica todo de – lo aclaro, casi- todo. Y, lo significativo de esa explicación a propósito de cada parte de ese todo es su addemdum; a saber, “un pequeño discurso para hacernos sentir culpables y predicar cómo debemos cambiar”.
Uno de esos discursos, tan gratuitos, como curioso, es el de avanzar zigzagueando y por veces incluso retrocediendo linealmente en la historia. Ejemplo, lo acaecido con la revolución agrícola.
2. La agricultura. Al mejor entender de Harari, la agricultura representa el fraude supino de la humanidad, el advenimiento de una nueva civilización con la velocidad puesta en reversa. Véase por qué en el espejito retrovisor.
La necesidad es un motor fundamental reino animal y sus más diversas especies. Sin ella no hay vida ni reproducción. Y el simple hecho de tan imperiosa necesidad explica por qué las ramales del animal racional y sociable que llegamos a ser comenzó su dispersión geográfica impulsado por el hambre y la inquebrantable necesidad de búsqueda de alimentos.
Lo hicimos, primero, organizando los grupos humanos en bandas familiares de cazadores (de otras especies animales) y recolectores (de frutos arbóreos). Posteriormente, a consecuencia de la agricultura y del pastoreo, devinimos sedentarios; si no absolutamente, al menos sí en términos relativos. Por decirlo así, sin tener que transladarnos obligatoriamente logramos producir el alimento necesario para reproducirnos en un mismo lugar.
Ahora bien, ese primer paso de civilización, ¿Cómo evaluarlo? “Re vera”, como antaño decían los latinos, aquí está lo relevante del caso. De acuerdo a Harari los grupos de agricultores no estuvieron mejor alimentados, ni eran más saludables debido a su sedentarismo y tampoco vivían más años que los miembros de las primeras bandas humanas. Cierto, cultivaban y criaban lo que necesitan y hasta un excedente para el mercado pero no por eso vivían mejor.
“En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución agrícola dejó a los agricultores con vidas generalmente más difíciles y menos satisfactorias que las de los recolectores.
Los cazadores-recolectores pasaban su tiempo de formas más estimulantes y variadas, y corrían menos peligro de inanición y enfermedades. La revolución agrícola ciertamente amplió la suma total de alimentos a disposición de la humanidad, pero los alimentos adicionales no se tradujeron en una mejor dieta o más tiempo libre. Más bien, se tradujo en explosiones demográficas y élites mimadas. El agricultor promedio trabajaba más duro que el recolector promedio y recibía a cambio una dieta peor. La Revolución Agrícola fue el mayor fraude de la historia”.
Pero la cuestión crítica no solo fue que el cultivo de alimentos de manera eficiente terminó siendo peor que el estado de cosas padecido con anterioridad, pues indujo la estratificación de un conglomerado humano en el que unos sudaban y trabajaban, mientras otros vivían del trabajo ajeno. Adicionalmente, con el crecimiento poblacional, aumentaron las bocas a alimentar, creció la frontera agrícola y se propagaron los estragos ecológicos ocasionados por el animal depredador por excelencia que es el ser humano.
En resumidas cuentas, desde los albores de la humanidad y en el mero inicio de las civilizaciones, erramos al fiarnos del bíblico creced y multiplicaos acompañado del nombrar y dominar todas las cosas. Quizás conocíamos ya el bien y el mal, y nos asemejábamos en palabras de Yahvé a Sí mismo, empero, desde aquel metafórico entonces los humanos no hacemos más que asumir que hay grupos (etnias, razas, clases socioeconómicas) superiores, unos en dominio de los otros y depredando los más diversos entornos medioambientales, tanto los naturales, como los sociales.
De ahí otra novedad de dicha breve historia.
3. Lo natural y lo cultural. Harari evalúa todas y cada una de las cosas en función de su naturalidad. Si es natural, es buena, de lo contrario no. Bajo esa perspectiva diluye la antinomia de lo natural frente a lo antinatural o cultural -reduciéndolo todo a lo que es natural- y por eso escribe que, si bien la cultura tiende a argumentar que solo prohíbe lo que no es natural, “desde una perspectiva biológica, nada es antinatural. Todo lo que es posible es, por definición, también natural”.
A cualquier buen entendedor, esa posición biologicista resulta limitativa debido a lo exclusivamente natural que es. Un ejemplo de indudable actualidad ayuda a clarificar la teoría. Puesto que la violación infantil -de índole biológica- es naturalmente posible, cualquier sesgo recriminatorio en su contra -al igual que cuando se adversan simples hechos de sangre o se objetan frecuentes relaciones matrimoniales y sexuales de naturaleza homosexual- resulta ser asunto meramente cultural; y, en cuanto tal, contrapuesto a modo de “virus” a las virtudes inherentes e inalienables a cualquier acto biológico y natural.
“Cada vez más estudiosos ven las culturas como una especie de infección mental o parásito, con los humanos como su huésped involuntario”.
En resumen, la concepción de la cultura como “virus” que degrada todo lo que arraigado naturalmente en lo biológico se halla en buen estado, resulta extraña e incauta. Pero más podría serlo la afinidad de Harari con el humanismo evolutivo.
4. La adoración del hombre y el círculo vicioso. Tradicionalmente se sabe que las religiones teístas se enfocan en la adoración de los dioses; empero, en la óptica de Harari, las devociones humanistas adoran a la humanidad, al Homo sapiens (a no confundir con el Homo Deus). De ahí que “el humanismo es la creencia de que el Homo sapiens tiene una naturaleza única y sagrada, que es fundamentalmente diferente de la naturaleza de todos los demás animales y de todos los demás fenómenos. Los humanistas creen que la naturaleza única del Homo sapiens es lo más importante del mundo y determina el significado de todo lo que sucede en el universo. El bien supremo es el bien del Homo sapiens”.
Hasta ahí, la creencia humanista resulta comprensible. Pero algo postizo interviene cuando se apela de manera subrepticia al darwinismo social en lo relativo a la supervivencia del más apto -en este contexto, el Sapiens- y por eso el párrafo recién citado finaliza sorpresivamente así:
“…El resto del mundo y todos los demás seres existen únicamente para el beneficio de esta especie”.
Bajo esa sombrilla, Harari aparece como un consumado humanista evolutivo. La “breve historia de la humanidad” llega a su fin o término natural con el Sapiens -a no confundirlo con un ser humano en particular, pues “un hombre no es un Sapiens con cualidades biológicas particulares como cromosomas XY, testículos y mucha testosterona”-. Al final del Sapiens se llega luego de un largo camino cursado por la ley de la selva, la supervivencia del más apto, la superioridad de las razas basada en la aptitud evolutiva.
De hecho, la capacidad inherente al Sapiens a lo largo del trayecto conduce a grandes logros, pero también a callejones engorrosos y sin salida. Entre estos últimos sin salida destacan hechos tan abominables como el holocausto judío, pálido presagio fatídico del terrenal, una vez que se defiende la superioridad de unos seres sobre los otros.
De hecho, consciente de las implicaciones de ambos holocaustos, Harari no elude la pregunta decisiva, esa que según él sus colegas historiadores falazmente no abordan: ¿qué sentido tiene en el largo trajinar del universo la existencia, particularmente, la humana?
A ese propósito, adviértase que para Harari la vida humana carece de sentido. Ni siquiera se pregunta si el humanismo nos está dirigiendo en la dirección correcta; tampoco indaga qué pueda ser o haber -si algo o alguien- del otro lado del natural velo de la muerte y extinción de las especies, comprendida claro está, la del ser humano.
“Hasta donde podemos decir, desde un punto de vista puramente científico, la vida humana no tiene absolutamente ningún significado. Los humanos son el resultado de procesos evolutivos ciegos que operan sin meta ni propósito”.
Adolecido de tan sensible punto ciego en su planteamiento, Harari se sintió motivado a abrir su perspectiva analítica y abordar el escurridizo tema de la felicidad. Según él, “la felicidad consiste en ver la vida de uno en su totalidad como significativa y valiosa” y, a partir de tal complacencia, deja sobre el terreno movedizo de cada sujeto humano la interrogante acerca de qué o de quién da significado y valor a la existencia. De la mano de uno de los más insignes pensadores occidentales escribe:
“Como dijo Nietzche, si tienes un por qué para vivir, puedes soportar casi cualquier cómo. Una vida significativa puede ser extremadamente satisfactoria incluso en medio de las dificultades, mientras que una vida sin sentido es una prueba terrible sin importar cuán cómoda sea”.
He ahí, por fin, la incongruencia de su razonamiento circular.
En la historia de Sapiens corre desenfrenadamente, por una vía, la naturaleza de forma ciega, absolutamente aleatoria y sin propósito en sí misma. Pero en vía contraria transita el autoconocimiento del sujeto humano, clave para encontrar el requerido sentido a la vida. De modo que, conocerse uno a sí mismo -a lo del Sócrates platónico que solo conoce que nada sabe- equivale a despegar la incógnita de por qué la existencia carece de significado. Conducidos por la autorreflexión, cada uno y todos nosotros encontramos el propósito vital como inexplicable sin sentido de una existencia natural que es, ni más ni menos, que una experiencia fruto de accidentes originados por fuerzas igualmente naturales que únicamente se manifiestan al azar y sin propósito ni fin.
En resumidas cuentas, Sapiens solo es el producto de las fuerzas de la naturaleza que condujeron a una especie particular y sin precedentes naturales e históricos en términos de la destrucción del planeta y de casi todo lo que hay en él. Y esto así, porque sería inconsecuente apelar a la conciencia ética o a la libertad del sujeto humano, pues no hay razón científica que lo avale. La naturaleza y la biología son supremas y deben ser elevadas, según el autor de Sapiens, por encima de todo dejo de moralidad y también del “virus” de nuestra cultura y de sus mitos recurrentes. Dado que el estado de felicidad solo puede situarse en la química del cerebro y esto se ha visto distópico, el único hallazgo al alcance de nuestra incansable búsqueda es el descubrimiento de tanto absurdo existencial y de lo sobrevalorado que ha sido dicho estado anímico.
De ahí que la vigencia intelectual de Hararis nos devuelve, sin él pretenderlo ni sospecharlo, a la única duda filosófica de Albert Camus:
”No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.
Ahora bien, no es necesario apelar a Camus, a su aproximación al Mito de Sísifo y a su hombre en tanto que rebelde, para entender la encrucijada de un pensamiento que, como el de Harari, es reduccionista y positivista. Encerrado en su cientificismo, el ser-humano según Harari ni siquiera tiene el sentido solidario del hombre rebelde de Camus, tampoco se religa voluntaria y conscientemente a las cosas naturales y a los seres caídos, pues Sapiens carece de sentido y su búsqueda de felicidad es originalmente vana.
Su increíblemente atractiva historia del Sapiens nos deja ante seres impotentes, complejos organismos biológicos que ni siquiera se aproximan a reconocer algo más de sí mismos. Al fin y al cabo, el naturalismo biológico no nos encamina a decidir entre una de estas cuatro opciones: renunciar voluntariamente a la vida, perseguir la felicidad y concentrarnos en extender nuestra existencia infeliz tanto como sea posible, creer y esperar algo radicalmente diferente, o resignarnos a la fatalidad de nuestra propia condición depredadora en detrimento de todas las especies -incluyendo la nuestra.
Conclusión: cuatro opciones, pero ninguna decisión consciente y querida como tal. Todo deviene con tanta naturalidad e ineluctabilidad para el historiador israelita que se pasa de una a otra y a otra especie más sin que Homo sapiens sepa por qué, para qué y ni siquiera en qué él desea convertirse. La breve historia escrita por Yval Noah Harari desconoce el Kayros del Sapiens.
Pareciera ser que, lo que sostiene Justin Gregg a propósito del hombre según Federico Nietzsche, se aplique a ese Sapiens sometido a Chronos: consciente de su mortalidad, las consecuencias cotidianas de la sabiduría de la muerte -tales como el dolor, pavor, nihilismo, angustia mental y emocional- “realmente apestan”. De seguro que los demás animales no sufren tanto como nosotros por la sencilla razón de que no pueden imaginar su propia muerte.
Esa es la razón por la cual, con el advenimiento de la inteligencia artificial autoprogramable, llega lo desconocido: el Homo Deus. Léase bien, nada que ver con algún vulgar sapiens en particular pues, si bien el relato de ese otro ser también trata de una nueva y “breve historia”, no obstante esta vez versa sobre “el mañana” menos natural y más impersonal.