¿Existe un tipo de estupidez específicamente estética? ¿Cabría plantearse, sin parecer estúpido, la posibilidad de una estética de la estupidez, siendo como es, precisamente, la falta de consistencia el atributo tal vez más característico de esta sustancia de naturaleza siempre informe y escurridiza? O situando el asunto en un nivel mucho más prosaico y terrenal: ¿podría el Arte, llegado ya a cierto momento de extenuación histórica, sostenerse sobre los pies de barro que pudiera proporcionarle el efectismo, ciertamente desconcertante, de la estupidez? Resulta difícil concebir en nuestros días la existencia de un tipo de arte que no admita, de una forma más o menos consciente, un cierto grado de estupidez, pero ¿se habría alguien atrevido a imaginar un arte en el que esta especie de anti-categoría llegara a convertirse en el núcleo genésico, por así decirlo, de la propia obra de arte?
Una de las virtualidades más llamativas de las vanguardias históricas consistió en el uso tan paradójico como inteligencia que supieron hacer de la estupidez, que se integraba en la obra de arte como un elemento dialéctico que, a pesar de su inconmensurabilidad de principio con el concepto de arte, terminaba fortaleciendo por contraste las posibilidades expresivas del propio producto artístico. Ese elemento de estupidez constitutiva, aunque no definitoria, de la obra de arte tiene mucho que ver con aquella dimensión de intranscendencia que Ortega y Gasset supo identificar como rasgo distintivo por antonomasia del arte de su tiempo. La otra intrascendencia, sin embargo, la que caracteriza a la estupidez convertida en fundamento mismo del producto artístico, es mucho más radical y efectiva (en tanto efectista), puesto que convierte a la manifestación artística en esclava de un recurso que la aboca indefectiblemente a la más incontestable de las irrelevancias. Ahora bien, ¿por qué el arte se ve abocado en determinadas tesituras históricas a servirse de este recurso extremo, como si este, por sí mismo, pudiera atenuar la conciencia de la propia muerte o aportara una última, aunque ilusoria, posibilidad de supervivencia? Lo que me gustaría defender en los siguientes párrafos es que la estupidez, por más letal que pueda resultar aparentemente para la pervivencia efectiva de una obra de arte concreta, introduce, sin embargo, una posibilidad de perpetuación, si bien provisional, en la vida del Arte, entendiendo por tal ese conjunto de actividades que se han ido impregnando a lo largo de la historia de un plus innegable de significatividad y de una densidad, por más que estupefaciente, de sentido.
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El producto de la estupidez, aunque esto constituya un escándalo para la inteligencia, no tiene por qué ser siempre necesariamente estúpido, de la misma forma de la que las manifestaciones de lo que a partir de aquí llamaré “arte estúpido” no han de proceder ni mucho menos de una mera deficiencia intelectiva. De hecho, muchos de los fenómenos artísticos que se materializan a través del recurso a la estupidez no son más que el resultado, perfectamente calculado, de inteligencias que han comprendido que la provocación que la estulticia le puede plantear al sentido común es una de las fórmulas más efectivas de atrapar, aunque sea de forma efímera, el interés de este. Consecuentemente, en un mundo en el que la atención está siendo tan constante y avasalladoramente secuestrada por la más variada gama de estímulos y sugestiones de todo tipo, la estupidez puede convertirse en una de las formas más efectivas a través de la cual el Arte, como último refugio metafísico del mero hacer humano, persevera con contumacia en su necesidad de ser.
Llegados a este punto, hay que reconocer que una de las tareas más estúpidas (y, sin embargo, ineludible) que puede abordar la inteligencia es, desde luego, la de intentar definir la estupidez, la cual, por su propia naturaleza, tiende a presentar una suerte de inconmensurabilidad insuperable para las determinaciones de la propia razón. No obstante, no deberíamos resistirnos a la tentación, en cierto modo morbosa, de tratar de identificar algunos de los atributos más representativos de la misma. Dice André Glucksmann, por ejemplo, que “la estupidez se emancipa del contenido de lo que es proferido, triunfa diciendo lo que se antoja y haciendo lo que le viene en gana”. ¿Hay acaso algo que defina mejor a la mayor parte de las corrientes y expresiones artísticas de nuestra época que, precisamente, ese carácter caprichoso e infundamentado, esa raíz voluntariosa e inconsistente, esa espontaneidad irreflexiva e irresponsable? La intrínseca estupidez de muchos de esos productos, a menudo tan irrelevantes, que caracterizan al arte de nuestra época carece, por lo general, de cualquier pretensión de verdad o falsedad, aunque su propia insignificancia les impulse demasiado a menudo a conjugar determinadas inercias ideológicas que, ciertamente, suelen estar mucho más acá de sus propias implicaciones deductivas. No podemos olvidar que uno de los atributos más incómodos de la estupidez es su propensión a creer que posee la verdad en su totalidad, de modo que discutir con cualquiera de esas obras en un plano que no sea aquel que se refiere estrictamente a su propio derecho a ser, podría significar dejarse en el círculo vicioso de un juego en el que la única perdedora será siempre nuestra capacidad de discernimiento.
Si, dicho lo cual, nos viéramos obligados a acometer la difícil tarea de ofrecer alguna definición de lo que es, no tanto la estupidez en el arte, como lo que hemos dado en llamar “arte estúpido”, yo me atrevería a hacerlo únicamente en términos dialécticos. En mi opinión, el arte estúpido sería aquel que causa escándalo a la inteligencia, pero que, precisamente por su evidente inanidad y sinsentido contribuye a que esta se reafirme en sus principios ideológicos, al contrario que aquel otro que se atreve a introducir lo que, en un primer contacto, aparece como una escandalosa estupidez para las creencias del pensamiento, pero que, a la postre, se termina revelando como un elemento de replanteamiento y reestructuración de las mismas. Este último uso opera como un elemento de calcárea de los prejuicios consolidados; el anterior, como una disolución dosis de cal para las arterias del entendimiento.
Hay que dejar constancia, sin embargo, de que al igual que en la obra de arte la estupidez resulta, si no imprescindible, sí sumamente necesaria para la vida. Una vida sin estupidez sería probablemente una vida marcada por el estigma del totalitarismo, o dicho de otra forma: una vida totalmente estúpida. De hecho, tal vez pudiéramos referirnos al totalitarismo como aquel sistema en el que la estupidez se ha hecho dueña de la lógica o esta se ha puesto, sin concesiones ni descanso, al servicio incondicionado de la estupidez. De ahí que una de las pocas virtualidades que sea posible asignar al “arte estúpido” se derive, tal vez, de su capacidad para recordar que un cierto grado de estupidez es un componente imprescindible de toda forma de cordura, ya sea esta de índole individual o social, pero también que una sociedad que se deja seducir casi en exclusiva por el efectismo de un arte estúpido es, igualmente, una sociedad estúpida.
La cuestión esencial con la que cabe terminar esta constatación de la innegable importancia que ha adquirido la estupidez en tanto recurso desesperado del Arte para su propia perpetuación, es si a estas alturas aún sería posible la existencia de un arte exento por completo de esta categoría tan decisiva, pienso que no.