Claro que el mundo no se va acabar ni vamos camino a convertirnos en una versión criolla y aplatanada de Sodoma y Gomora porque una tal Tokischa triunfa en los escenarios internacionales gracias a su “boca sucia”, como llamaba mi abuela, allá en el barrio de mi infancia, a una vecina que era, literalmente, una fábrica de malaspalabras. O porque un tal Bad Bunny, que por lo que leí es una estrella con luz propia en la industria mundial de la música y el espectáculo, encandila a una juventud que está en la edad de ser encandilada, pues a pesar de la victoria rotunda del mal gusto y la procacidad viciosa y redundante que tanto irrita a unos como fascina y divierte a otros la cosa no es para tomárselo tan a la tremenda.
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Por eso parece recomendable que tanto sus fanáticos como sus críticos y detractores le bajen algo al tono del debate, que algunos intercambios de twits hacen pensar que para muchos es mas un pretexto para desahogar resentimientos de naturaleza más turbia y oscura que la defensa del legítimo derecho de cada quien, que nunca ha estado en discusión, a escuchar y bailar la música que le apetezca y que cada cual tenga su fiesta en paz.
Además de que, si lo piensan bien, en este paisaje tropical que insistimos en llamar país hay demasiados problemas a los que deberíamos prestarles toda nuestra atención en lugar de perder el tiempo insultándonos porque a los muchachos de ahora les gusta Tokischa y Bad Bunny y a nosotros los “viejitos” Joan Manuel y Silvio. ¿Cuál es el problema? ¿Por qué tanto alboroto? ¿Qué es lo que pasa?
Por eso me sorprende –insisto– la rispidez y virulencia que han terminado contaminando el debate, sobre todo en las redes sociales, entre detractores y admiradores. Y es que tanto Tokischa como Bad Bunny son, como todo en el mundo del espectáculo, modas pasajeras que todavía tienen que pasar la prueba del tiempo para que podamos aquilatar su verdadero valor y trascendencia como expresiones artísticas.