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Frente a tantos recursos narrativos, a tantos artificios literarios en la novela Galíndez, cabe preguntarse: ¿Quién cuenta el espeluznante secuestro, muerte y desaparición del exiliado vasco Jesús de Galíndez en 1956 y la muerte “accidental” de Muriel Colbert?

En efecto, según la lógica del relato, Robert Robards el agente de la “Compañía”, es quien, además de tener acceso a las informaciones y conoce mejor la historia tanto de Galíndez como de Colbert, y quien intercepta cartas y documentos relativos a los casos Galíndez-Colbert, es por consiguiente el narrador de la novela Galíndez [Manuel Vázquez Montalbán, Santo Domingo: Editora Taller, 1990, 346p.].

La hipótesis es sencilla. Un agente secreto cuya función en una operación determinada consiste en coordinar una red de espionaje, tiene, necesariamente, acceso a todo cuanto concierne a la investigación en curso. Sobre todo, si ese mismo agente fue uno de los que trabajaron treinta y cuatro años antes en el ahora “histórico” cold case del secuestro de Jesús de Galíndez en New York en 1956 al entrar al subway de la fifth avenue con 53th St.

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Robert Robards había sido designado entonces por la CIA para investigar la desaparición de Jesús de Galíndez. Como todos los personajes que habían participado en el caso, Robards pensaba que el “muerto sin sepultura”, como solía llamársele al desaparecido intelectual vasco, había sido definitivamente enterrado —si se me permite la imagen— a la muerte de Trujillo. Su entrada en escena, poco antes de jubilarse, es provocada por la tesis de Muriel Colbert, La ética de la resistencia, que concierne directamente a Galíndez, su secuestro y desaparición. En tanto director de tesis, Robert Robards tiene, al mismo tiempo, acceso a todas las informaciones relativas al tema y a la investigación de la joven estudiante de Yale University; es también el omnipresente agente secreto que, he dicho, es el narrador de la novela. Sin embargo, como buen agente secreto, no se deja ver. Es camaleónico. A menudo, según su función, cambia de nombre.

Al encontrarse con Voltaire-Angelito, adopta un nombre diferente. Nunca el verdadero. Que se le incluya en el relato como personaje es un problema de perspectiva narrativa. Se ve en acción; pero es indiscutible que es él quien, además de contar y organizar la novela, la escribe como expresa el narrador: “Tal vez ahora que ha terminado el largo combate contra Galíndez y su sombra de muerto sin sepultura, sería el momento de pedir el retiro y volver a ser una rata de biblioteca, incluso tratar de escribir todo lo vivido como si lo hubiera vivido otro” (p.341, itálicas GPC).

Esa revelación de la identidad del narrador, y al mismo tiempo desdoblamiento del personaje narrador, tiene su base lógica en la novela: “El narrador”, escribe Gérard Genette, “casi siempre sabe más que el héroe, incluso cuando el héroe es él, por lo que la focalización en el héroe es para el narrador una restricción de campo tan artificial a la primera como a la tercera persona” (Figures III, Seuil, pp.210-211).

Podríamos suponer igualmente que se trata de intervenciones directas de Robards, en tanto narrador, se canalizan en la utilización de la segunda persona del singular. Es la voz que utiliza cuando se trata de Galíndez y Muriel como si se tratara de reflexiones a sus respuestas al ser interrogados. Podría tratarse también de reflexiones posteriores de Robards, como narrador, mientras organiza la historia, que es, al mismo tiempo, la suya.

Robards, como dije antes, es quien sigue los pasos de Muriel; la sigue desde España hasta Estados Unidos, pasando por Santo Domingo un recorrido semejante al del exiliado republicano Jesús de Galíndez cuando salió de España y que termina con su muerte, como dice la voz con tono de reproche al dirigirse a Muriel: “Ni siquiera Galíndez es un justo que te traspasa su aureola, sino un hombre contradictorio que alcanzó su máxima dignidad en una habitación como ésta” (p.324).

El narrador puede hacer la comparación porque es el único que tiene conocimiento de ambos casos. Pero, al mismo tiempo, es una construcción en abismo de los detalles de la muerte de Galíndez, que no es narrada, sino sugerida (le dieron “chalina”).

La muerte de Muriel es revelada completamente. Su cadáver, contrariamente al de Galíndez, aparece en una playa de San Pedro de Macorís: “Casi desde el comienzo de la estancia de su hermana Muriel en España estuve en relación con ella”, escribe Ricardo a la hermana de Muriel, “hicimos una buena amistad y luego vivimos juntos durante varios meses hasta que ella partió en viaje hacia Santo Domingo […]. Un mes y medio después de su partida tuve conocimiento de su trágico fin, del hallazgo de su cadáver a la altura de San Pedro de Macorís, al parecer ahogada por un súbito mareo y sin pruebas externas de violencia, sanción que fue aceptada por el forense oficial y por un informe anatómico especial que pidió un ciudadano dominicano, José Israel Cuello, editor y conocido de Muriel, porque era uno de los que colaboraban en un trabajo que estaba realizando bajo la dirección de Norman Radcliffe, profesor de la Universidad de Yale. Si tuve noticia del trágico fin fue porque extrañado por su silencio, a pesar de que se marchó despidiéndose a la francesa, como quien dice, empecé a localizar a su contacto dominicano y finalmente pude establecer comunicación por télex con Editorial Taller y posteriormente hablé por teléfono con los señores Cuello, José Israel Cuello y Lourdes Camilo de Cuello, que me contaron que usted estuvo allí, haciéndose cargo de los restos de su hermana y del traslado de los mismos al panteón familiar de Salt Lake”. Y al final sabemos: “Ha aparecido el cuerpo [de Muriel], no hay signos de violencia y el procedimiento no hay que preguntárselo a Areces y los suyos, pero ha sido de una limpieza ejemplar. Muriel, […] como Pulgarcito y dejaste pedacitos de pan para que los siguiera este muchacho…”. Dejando abierta la novela.

Sobre el autor

Guillermo Piña Contreras

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