Guardianes de la verdad Areíto

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Del respirar a Jorge Marte, fraternalmente

Al igual que nuestra alma, que es aire que nos sostiene y nos gobierna, así el soplo y el aire abrazan todo el cosmos. Anaxímenes de Mileto

El aire es el aliento, y el lugar sin aliento es el lugar de la desaparición. Luce Irigaray

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En la primavera de 1894, ingresa a las salas del prestigioso Field Museum of Natural History de Chicago un antiquísimo papiro proveniente de Tebas, mítica e importantísima ciudad del Alto Egipto capital durante el Imperio Medio, de datación aproximada en la segunda mitad del siglo I a. C. y empleado en pleno período tardío de la dinastía XXVI. Se trataba de un recio texto funerario titulado “Libro de las respiraciones”, cuya autoría ha sido atribuida a Isis y su destino a Osiris, hermano esposo de la diosa.

Los pasajes incluidos en este documento, probablemente transcritos por un único escriba, eran leídos como instrucciones al difunto en el arte de volver a respirar durante su travesía hacia la vida eterna; en sus trazos se identifican claramente fórmulas y conjuros mágicos reflejos de la creencia faraónica que atribuía a la estructura cavernosa de los pulmones el símbolo del viaje hacia la transformación interior. Fue esta quizás, entre muchas otras, la principal razón por la cual los pulmones eran, junto al hígado y los intestinos, los únicos órganos corporales embalsamados para acompañar al fenecido en la soledad de su tumba.

En la narración rescatada de los párrafos del “Libro de las respiraciones”, la inspiración era conocida como “aliento de vida” consideración facilitadora de la concepción de que respiración, longevidad y sabiduría constituían las bases de la libertad: “Palabras dichas por Isis la grande, la madre del dios: Oh Osiris, recibe el aliento de vida de la nariz de Ra. Que tu alma viva, que tu cuerpo sea entero, que camines libre en la tierra de la luz. Tú respiras con los dioses, bebes el agua de la eternidad, comes el pan divino, y tus enemigos no existen”.

En efecto, como acto fundamental para la supervivencia -primero y último a ocurrir en nuestra vida en el llanto del recién nacido y en el hálito final del moribundo- el respirar va y viene sin la más mínima perturbación o interrupción de nuestra conciencia de “estar vivos”; es decir, a menos que nos lo propongamos como objetivo a priori, nunca nos percataremos del intercambio de gases sucedido durante las incontables veces que acontece la respiración, minuto a minuto, hora por hora, día por día. Semejante ejercicio de purificación (la exhalación de dióxido de carbono y la inhalación del esencial oxígeno) no sería posible sin el protagónico rol de las llamadas “vías respiratorias”: las fosas nasales, la laringe, la tráquea, los bronquios, y, sobre todo, sendos pulmones. Es en estos últimos donde ocurre dicho trueque, específicamente en los alvéolos, los diminutos sacos de aire en que se convierten los bronquiolos, ramas terminales de los bronquios. Vale resaltar que la superficie alveolar total sobrepasa los doscientos metros cuadrados (el doble de nuestra cobertura cutánea) hecho que conlleva a que en el contacto con el exterior de todo individuo predomine lo interior, quiero decir los alvéolos, y no lo exterior representado en la piel como pudiese deducirse.

Milenios después de la desaparición de los faraones, las neurociencias modernas nos enseñan que la actividad respiratoria no es solo un espejo de los procesos cerebrales más comunes (sueño, vigilia, comando del ejercicio…), sino que, por el contrario, ella ejerce una influencia decisiva sobre la dinámica neuronal a cargo de la cognición y las emociones. Es decir, el respirar, cual ha explicado Nazareth Castellanos en el magnífico ensayo “El puente donde habitan las mariposas. Biosofía de la respiración”, constituye una de las acciones de mayor influencia sobre el hipocampo, verdadero cuartel general del pensamiento, las emociones, y una de las guaridas de las células piramidales que el nobel Ramón y Cajal había bautizado “mariposas del alma”.

Los detalles neuroanatómicos mencionados más arriba y elegantemente discutidos por la autora son de origen reciente ya que, fue apenas hace ocho años cuando se comprendió la manera como el centro comando del control respiratorio -el complejo preBötzinger- interactúa con el locus cerúleo, la más importante fuente de neurotransmisores cerebrales en comunicación directa con el hipocampo. Recuérdese que todo mandato cerebral requiere de mensajeros, de sustancias transportadoras del encargo y acción solicitadas y estos, son precisamente los neurotransmisores, en particular la norepinefrina. En consecuencia, el diálogo y tráfico intracerebral de información será altamente influenciado por los patrones respiratorios del sujeto.

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Las capas neuronales hipocámpicas están dotadas de gran plasticidad, hecho que les permite manejar aprendizaje y memoria, y, con ello, sentimientos; semejantes rasgos netamente humanos resultan de descargas eléctricas compartidas a través de las sinapsis, sofisticadas redes interactivas de las células cerebrales, que ocurren en secuencias rítmicas lentas (theta) pero predominantemente rápidas (gamma). A fin de mantener tal periodicidad de descargas cíclicas se hace necesario contar con una suerte de marcapasos controlador, un dispositivo suficientemente confiable, constante y lento, mas potencialmente rápido. Ese acopio theta-gamma, ese marcapasos regulador de descargas compás del aprendizaje, la memorización, y el recuerdo es precisamente la actividad respiratoria. Es por ello, según enuncia Castellanos, que una respiración a la deriva estará destinada a ser una mente a la deriva.

La también académica e investigadora española asevera que la manera en que respiremos dará forma a las funciones cerebrales: “Una inspiración nasal optimiza la forma en la que la memoria se despliega; una espiración prolongada dará forma a una emoción más temperada, y una no apresurada a una atención más sostenida.” De esta manera, como proceso corporal moldeable a nuestra voluntad el respirar protagonizaría el encuentro consciente entre lo externo y lo interior; y como nota aleccionadora sobre aquella habilidad reguladora (tal vez como hábito terapéutico) la autora nos remonta a un verso del célebre monje Thich Nhat Hanh donde ascenso y descenso equiparan inspiración/espiración: El ascenso necesita del/ descenso; el descenso/ siempre sigue al ascenso./ Hay permanencia en el/ corazón mismo de la/ impermanencia. Aprende de la respiración./ Deja que te recuerde/ cómo confiar.

Cabe repasar someramente en estas disquisiciones cómo a través de la historia la respiración ocupó las inquietudes de hombres y mujeres pertenecientes a múltiples civilizaciones quienes, provocados no solo por el sufrimiento de los asfixiados y la curiosidad inquisidora de sus propios orígenes, se interesaron también en su evocador poder espejo de divinidades y mitos. Desde los antiguos himnos del Rig Veda hindú precristiano (“…antes del Espacio y de la luz del Mundo y de los Dioses existía el Uno que respiraba”), desde el Génesis bíblico (“Y Jehová alentó en la nariz del hombre cuando lo hizo en alma viviente”), desde el íntimo nexo del respirar con los estados del alma y el espíritu grecolatinos (“ánima, aire que se respira”) hasta el aire que atraído por ella alienta y sustenta los seres animados (aquello que Cicerón llamaba “espíritu” o “pneuma”).

Desde las cavilaciones del árabe Ibn Nafis quien en las postrimerías del siglo XIII aseguraba que “el compuesto resultante de la sangre que llega al pulmón, calentada y diluida en el corazón con el aire, quedaba apto para ser espíritu”, desde el francés Lavoisier presunto descubridor del oxígeno y desde la fundación de la neumología por el decimonónico Laënnec hasta las agonías provocadas por la reciente pandemia que detuvo el respiro de todo el planeta, pensadores contemporáneos nada alejados de aquellos ancianos preceptos filosóficos aparecen hoy preocupados por el injusto “olvido” sufrido por la respiración. Han planteado una nueva concepción y análisis de ella como ruta adicional hacia el pensar; hacia un conocimiento más profundo del sujeto, de las conexiones existentes entre cuerpo y conciencia, actividad y pasividad, inmanencia y trascendencia.

Hablo aquí, eso sí, del pensar no como el masturbatorio y complaciente ejercicio asumido ya por cierta intelectualidad; no como la elitista actividad del docto atrapado por una cada vez más frecuente miopía científica que ignora al ser a favor del “saber”, y, con ello desecha todo rastro de humanidad, sino que hablo del pensar que nos aproxima a la luz del cuestionamiento y la razón. Del que sacude y provoca confrontando las confusas rutas hacia las que, a manos del capitalismo salvaje y la peor de las maldades, parecería arrastrarnos el devenir posmoderno; hablo del pensar que objeta los significados y significantes del lenguaje, es decir, del que provoca la urgente y pertinente (re)definición de ciertas ubicuas acepciones del hoy deletreadas en castellano como genocidio y memoria, odio y poder, verdad y justicia.

Colofón: Sin aire no hay respiro, lo cual sería el triunfo de la nada. En la antigüedad, ese aire, el pneuma, según Pitágoras, fue espacio lleno de almas, principio que organizaba criaturas y el cosmos, parte del mundo que a decir de los estoicos entraba en el cuerpo dotándole de vida y movimiento como nexo y fuerza motriz necesaria para su equilibrio. Aire, materia omnipresente e intangible que nos inunda y nos mueve; eterno acompañante del respirar que transcurre, pero no se detiene; evocación constante de la transformación, y mediador entre corazón y cerebro a decir de los helénicos. Aire, viento del oeste molesto e impetuoso personificado por Céfiro, hijo de la Aurora, posteriormente transformado en la dócil y suave brisa primaveral como esposo de la ninfa Cloris, “señora perpetua de las flores” que inmortalizará el pincel de Botticelli.

En tiempos modernos, la filóloga y psicoanalista Luce Irigaray ha establecido que, a través del aire como elemento del que nunca podemos apropiarnos ni prescindir, el respirar es simultáneamente conexión y distanciamiento. Ocurre así en tanto que podríamos sencillamente existir dentro de él, o, contrariamente, compartirle con el prójimo; que, aunque la respiración nos haga conscientes de nuestra propia individualidad ella generará proximidad, unión con los demás incluso a través de la voz, expresión humana par excellance absolutamente dependiente del proceso respiratorio.

Céfiro y Cloris, detalle de “El nacimiento de Venus”. Sandro Botticelli.

Céfiro y Cloris, detalle de “El nacimiento de Venus”. Sandro Botticelli.

De aceptarse, pues, que el respirar traduce comunión pulmón-cerebro, conjugación vivir-pensar, sería justo entonces abrazar la idea del poeta Antonio Colinas, quien en apenas un verso ha resumido mucho de lo que las aseveraciones aquí vertidas pretenden plasmar sobre el más esencial de los actos vitales de Homo sapiens: “Y, al fin, yo era un gran sol de luz que respiraba./ Pulmón el firmamento, contenido en mi pecho,/ que inspirando la luz va espirando la sombra,/ que renueva los días desprende la noche,/ que inspirando la vida va espirando la muerte.

Jochy Herrera es cardiólogo y escritor, Premio Nacional de Ensayo de la República Dominicana 2024. Autor de Carne y alma. Imágenes de la corporalidad (Huerga & Fierro, Madrid 2025).

Sobre el autor

Jochy Herrera

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