Con la venia póstuma de Violeta Parra hago uso de un fragmento de su inmortal inspiración poética, a fin de iniciar la temática: “Gracias a la vida que me ha dado tanto/ Me dio dos luceros, que cuando los abro/ Perfecto distingo lo negro del blanco/ Y en el alto cielo su fondo estrellado…” Más de medio siglo hurgando entre los órganos y tejidos sin vida de miles de personas de todas las edades, idas a destiempo y no siempre por razones evidentes a simple vista. Me asaltan los “Versos sencillos” de José Martí y oigo el eco: “Yo he visto al águila herida/ Volar al azul sereno/ Y morir en su guarida/ La víbora del veneno”.
Convencido estoy del espejismo de lo aparente y de la crudeza de la realidad. De muy poco ha valido a una milenaria institución como es el caso de la Iglesia Católica el hecho de establecer entre uno de sus diez mandamientos aquel octavo que reza: “No dirás falso testimonio ni mentirás”.
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Satisfecho estoy, quizás como pocos, el haber dedicado una gran parte de mi actividad intelectual al análisis e interpretación de las causas y los mecanismos a través de los cuales un individuo adquiere la condición de difunto. Tener acceso a montañas de datos elaborados por los vivos con la finalidad de justificar una muerte y luego lograr identificar a los agentes biológicos, inmunológicos, químicos, terapéuticos, tóxicos, físicos, violentos, o mixtos es tarea noble y digna de emprender. Concluido el peritaje es frecuente que parodiamos: “!Oh bendita sociedad, ¡cuántas falacias se entretejen para engañarte!”
Si retroalimentamos a los sobrevivientes de muertes prematuras y catastróficas mostrándoles cómo, cuándo y dónde tomaron el desvío que los condujo a reducir su calidad y potencial de vida, entonces otro gallo cantaría. Con frecuencia, mal comemos, mal bebemos, mal dormimos y mal vivimos. Llevar un estilo sano de alimentación balanceada sin haber sido educado, ni contar con los recursos para obtenerla es una manera de suicidio u homicidio colectivo programado. Con sólo crear una atmósfera de paz y de concordia sería suficiente para reducir la enorme montaña de morbilidad y mortalidad que genera la violencia. Las drogas, el alcohol, el tabaco, los accidentes y las armas están acortando la longevidad colectiva. El luto y el dolor son asiduos visitantes de muchos hogares citadinos. Nueve de cada diez fallecidos que contemplo en la autopsia me dicen que la imprudencia personal y general aceleraron su partida, eran muertes evitables.
¡Qué distinto fuera el mundo si los recursos materiales usados para matarnos se invirtieran en programas educativos, sanitarios, alimentarios, culturales y humanistas! Me gritan los cadáveres: “En vez de odio siembren amor; en lugar de guerra, lleven la paz. Basta de tantas muertes repentinas, accidentes, homicidios y suicidios”. Vuelvan al Edén me piden; salgan del infierno recomiendan”. Amar al prójimo como a uno mismo sería la prevención.
Aún sigo revisando las muertes con la paciencia de Job, satisfecho de que cuando me visite la parca, podré libre de miedo decirle: “Yo no morí engañado con mentiras”