Desde el estallido de la guerra en Ucrania, el 24 de febrero de 2022, el presidente Donald Trump ha sido un crítico feroz de dicho conflicto. En reiteradas ocasiones, Trump ha afirmado que la guerra fue provocada por Occidente contra Rusia. Independientemente del argumento baladí utilizado por Vladimir Putin, quien justificó la “operación especial” bajo el pretexto de «desnazificar» Ucrania, no es menos cierto que la intención de Kiev de adherirse a la OTAN fue el detonante de la acción bélica.
La OTAN fue creada en plena Guerra Fría para garantizar la seguridad transatlántica ante la amenaza soviética. Cuando se fundó en 1949, contaba con solo 12 miembros; hoy, tiene 30. Sin embargo, tras la disolución de la Unión Soviética en 1991, la OTAN continuó su expansión. Durante la década de 1990, incorporó a exrepúblicas soviéticas y países del Pacto de Varsovia, en gran parte bajo la visión rusófoba de Zbigniew Brzezinski y Madeleine Albright. En 1999, Polonia, Hungría y la República Checa, exmiembros del Pacto de Varsovia, se unieron a la alianza. Posteriormente, se incorporaron Estonia, Letonia y Lituania, antiguas repúblicas soviéticas que comparten frontera con Rusia.
Desde una perspectiva geopolítica, la expansión de la OTAN en aquel momento era innecesaria. Si Estados Unidos hubiera optado por un enfoque diferente, podría haber mantenido la «Asociación para la Paz», un acuerdo de seguridad que incluía a Rusia. Con el tiempo, Washington habría reducido gradualmente su presencia militar en Europa y devuelto la seguridad continental a los propios europeos. De haber seguido este camino, es posible que los líderes rusos no se hubieran sentido amenazados, ni hubieran intervenido en Georgia, anexado Crimea o interferido en las elecciones estadounidenses de 2016.
Sin embargo, el daño ya está hecho. Ahora es necesario reparar la situación y construir un camino hacia una paz duradera en Europa, lo que requiere la cooperación de Rusia bajo reglas claras. En primer lugar, es fundamental comprender que el objetivo de Moscú no es la expansión territorial, como sugiere la prensa occidental. Con 17 millones de kilómetros cuadrados, su verdadero desafío es su baja densidad poblacional en un territorio tan vasto. Por esta razón, la administración Biden apostó por una guerra de resistencia con el objetivo a largo plazo de debilitar y, eventualmente, desmembrar a Rusia.
En segundo lugar, cualquier paz duradera debe basarse en concesiones reales de ambas partes. Rusia no solo debería conservar los territorios ocupados y considerar la retirada de sus tropas de la región de Kursk, sino también aceptar que Ucrania pueda unirse eventualmente a la Unión Europea. A su vez, Washington debería garantizar la seguridad de la región sin desestabilizar el equilibrio estratégico. En este sentido, se debe evitar repetir el error de los Acuerdos de Múnich de 1938, cuando Reino Unido y Francia cedieron los Sudetes a la Alemania nazi con la esperanza de garantizar la paz, solo para ver estallar la Segunda Guerra Mundial poco después.
Estados Unidos no debe sacrificar la integridad de Europa ni debilitar el derecho internacional en un intento de apaciguar a un adversario geopolítico poco confiable. Un acuerdo de paz sólido no puede convertirse en una reedición del desastroso pacto de Múnich. Como decía Henry Kissinger: “Estados Unidos no puede permitirse el lujo de antagonizar simultáneamente con China y Rusia”.
Trump, consciente de esta realidad y con una agenda neoimperial, entiende que Rusia es el más débil de sus rivales geopolíticos. Su economía es pequeña y frágil, y su única arma de negociación real es su arsenal nuclear. Por ello, el expresidente ha iniciado negociaciones para poner fin a la guerra en Ucrania con el objetivo de desacoplar la alianza sino-rusa, en un claro paralelismo con la estrategia de Kissinger en la Guerra Fría para dividir a China y la URSS.
China, por otro lado, busca consolidarse como la primera potencia mundial, utilizando organismos internacionales para expandir su influencia. Washington intenta frenar este avance, ya que la expansión comercial de China es la clave de su crecimiento económico y de su proyección diplomática global. Para Estados Unidos, debilitar a Pekín mejoraría su posición en el emergente orden tripolar, asegurando que Rusia se mantenga al margen o incluso se convierta en un aliado estratégico.
Si el presidente Trump logra concretar un acuerdo de paz para Ucrania, sin duda se haría merecedor del Premio Nobel de la Paz. Si, por el contrario, esto no ocurre, quedaría en evidencia que el galardón sigue estando al servicio de las élites globalistas y sus instituciones, las mismas que han antagonizado con Trump desde el inicio de su carrera política. No obstante, resulta paradójico que figuras vinculadas a guerras recientes hayan recibido el Nobel, simplemente por ser piezas clave dentro del entramado de poder liberal globalista.