Unir el pesar que produce la agresión contra el Anfiteatro de Puerto Plata, objeto de robo y destrucción y el declive del sandinismo, parece impropio. No lo es y menos, si el propósito es aprovechar este espacio para la oportuna mención de los dos temas. La historia permite la ligazón.
Sin extravagancia, el acopio de hechos es pertinente, entonces adviene el dilema. El debate entre elegir uno o el otro. La nostalgia por doquier y la realidad también. Ignorar aquello no procede, ser indiferente con lo nuestro, tampoco. Escoger es la cuestión, sin dejar de ser.
La opción es tentadora para el derroche de pesares, para el detalle de imposibles. Para rememorar la huella que identifica a una generación que quiso demasiado y se conformó con poco. Elegir allá y establecer el vínculo primigenio entre Sandino y Gregorio Urbano Gilbert, entre Fabio Fiallo y Rubén Darío y de esa manera atar. Con la coyunda, el lamento y la advertencia. Tiempo para mencionar los estragos del Danielismo, que incluye a Rosario Murillo y compartir la preocupación por las, cada vez más frecuentes, acometidas delincuenciales contra el anfiteatro de Puerto Plata. Preservar esa plaza, atalaya dispuesta para disfrutar la exuberancia estética de la Tacita de Plata, no significa claudicar. Significa aliarse con la aurora postergada de una región, cuya belleza inquieta porque tiene más que otras, para ofrecer y compartir. Cuidar lo realizado es más vanguardista que destruirlo. Es amurallarse contra los aedas del fracaso que prefieren la clausura del pueblo para no tener competencia. Gilbert y Fiallo engarzan Nicaragua y República Dominicana. Gilbert facilita que la alusión de Puerto Plata no sea estrambótica en el contexto. El puertoplateño se alió a Sandino para enfrentar al invasor.
El dominicano es parte de la historia nicaragüense y del sandinismo. Sería indolencia desconocer el drama nica, la profanación de símbolos, la caricaturización de una epopeya, la traición. La recurrente complicidad internacional de la progresía cuando no quiere admitir el fiasco y algo peor, el engaño.
La duda por la intromisión persiste, el pudor por intentar medrar sin padecer, por opinar sin estar. La indecisión vale tanto para Nicaragua como para la Novia del Atlántico, aunque, “de lejos dicen que se ve más claro.” Los temores se esfuman porque la revolución sandinista es uno de los episodios del siglo XX que fue apropiado urbe et orbi y las ocurrencias en la provincia entusiasman y mortifican.
Veinte años después del 59 cubano, el Frente Sandinista de Liberación Nacional -FSLN- renovó la esperanza. Aquel julio del 1979 fue una clarinada gloriosa. La última utopía que encandiló la juventud forjada con las limitaciones de la represión y fascinada con las posibilidades democráticas. Comenzó el intento formal después de las batallas, con los cadáveres esparcidos entre montañas y lagos, con aquella Junta de Reconstrucción Nacional presidida por Daniel Ortega Saavedra y por el grupo de combatientes sandinistas dispuestos a erradicar la atrocidad de los Somoza. Hubo momentos memorables. Legiones de jóvenes llegaban para alfabetizar y cantar las bondades de ese intento igualitario, redentor. “Mañana, hijo mío, todo será distinto… se escuchaba en cualquier rincón. El poema del preso político Edwin Castro Rodríguez, se repetía: “sin látigo, ni cárcel, ni fusil que supriman las ideas.” Durante 11 años el sandinismo intentó conjurar las deserciones. Difícil contener la decepción. La derrota del 1990 marcó otro rumbo. La entereza de Sergio Ramírez Ortega fue contundente, su lacerante testimonio está en “Adiós Muchachos”- Memoria de la Revolución Sandinista-. Los escándalos se multiplicaban, la codicia desnudaba heroísmos. Gioconda Belli describió a Daniel como un ladino y a ninguno importó el abuso convertido en burla contra su hijastra Zoilamérica. Daniel recuperó el poder en el año 2007 y ahí continúa, con la siniestra vicepresidenta y un repudio colectivo enfrentado con violencia. Terrible el trance con solidaridades perdidas. Fuerza de volcán necesita el proceso nica para reinventarse. Y a los puertoplateños, por ahora, nos corresponde, sin miramientos fatuos, defender con orgullo, el terruño.