En una de sus más hermosas e inclasificables obras, Salvo el crepúsculo, Julio Cortázar agrupó desordenadamente, y en aleatoria cronología como era su costumbre existencial y escritural, notas, poemas, y textos libres acumulados durante décadas vividas entre Buenos Aires y París. En este libro, sea bajo la mirada del poeta Basho trazando su ruta en el destello amarillo del crepúsculo, o en los mismos textos del autor como ilustra el siguiente verso del poema “Resumen en otoño”, el tiempo cabalga invencible sobre los hombros de dicha estación: En la bóveda de la tarde cada pájaro es un punto del recuerdo./ Asombra a veces que el fervor del tiempo/ vuelva, sin cuerpo vuelva, ya sin motivo vuelva;/ que la belleza, tan breve en su violento amor/ nos guarde un eco en el descenso de la noche./ El tiempo, pues, pasado y futuro, ido y ansiado, como cualquier amor, podría también ser amarillo.
Dicen los geógrafos que la tercera estación comienza en el equinoccio de otoño y culmina en el solsticio de invierno, época donde la reducción de la luz diurna es provocada por la inclinación del eje de giro de la Tierra respecto a la órbita solar. Es justamente tal fenómeno celestial el culpable de la clorosis, la desaparición de los pigmentos vegetales responsables del verde que explica la típica apariencia del melancólico follaje otoñal. El principio de dicha estación, según la mitología, transcurre durante el tiempo compartido por Perséfone y Hades en el inframundo originario que provocará la caída de la tristeza de Deméter sobre la Tierra y con ella, el anuncio del invierno. Paradójicamente, su raíz autumnus se traduce en el viejo latín como aumento de la plenitud del año; quizás en llamado de nuestros antepasados al abrazo de la intensidad vital, las emociones y los sueños que, en adelanto a la inexorabilidad de nuestro devenir, el amarillo simbolizará para las civilizaciones egipcias y sobre todo la anciana China.
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Corceles y deidades astrales
Los conocedores difieren respecto a las consideraciones paleontológicas del uso del amarillo en la prehistoria: unos indican convencidos que este aparece por primera vez en las cavernas milenarias de Arnhem en el norte australiano; otros lo colocan en las escenas rupestres de los caballos amarillos (cubiertos de goethita pura) encontradas en las grutas de Lascaux. Estas últimas datan del Paleolítico superior, diecisiete mil años antes de nuestra era; sus magníficos detalles son ejemplo de que a través de los siglos las habilidades artísticas del hombre, en términos relativos, francamente no cambiaron mucho. Mas sí lo hicieron las formas configuradas por sus manos en la faena expresiva del arte pictórico.
Curiosa observación la distinción del caballo sobre el resto de los animales del bestiario ancestral, época en que la guerra no ocupaba aún sus días como ocurrirá más tarde con los mesopotámicos. Estos últimos hicieron del jinete protagonista de sus conquistas mucho antes que lo acontecido en los ejércitos greco-macedónicos y románicos. Es particular además el uso del tono ocre y amarillento en estas expresiones rupestres, ya que fue el rojo el tinte dominante en los gráficos de nuestros predecesores. Amarillo, ¿acaso temprano atributo divino y del honrado Sol?
Con el desarrollo del pueblo egipcio, la muerte y la resurrección se apropiarán del amarillo y el oro como imágenes evocadoras del astro mayor y las deidades inmortales. Tal fue el caso de Atum, dios que inicia la creación, encarnación del atardecer y primero en adquirir apariencia humana en las creencias de esa civilización. Pieles y objetos faraónicos se vistieron de pigmentos, como el amarillo de Nápoles, el ocre de momias y el oropimente, este último derivado del arsénico y utilizado en la decoración de cámaras funerarias y sarcófagos por poseer, según creencias prevalentes, emanaciones naturales de carácter divino. Todo, una vez más, motivado indefectiblemente por la ubicua y poderosísima preeminencia solar.
Color de la sabiduría, la gloria y la armonía, el amarillo en China ha sido más que eso hasta el presente. Indicio de la fuerza natural que regala vida cual la surgida de las entrañas de las tierras nórdicas luego de ser cubiertas por el polvo amarillo del desierto de Gobi; sinónimo de renacimiento y del centro del Universo; y tez del budismo, del Yang masculino creador y del mítico Huangdi, mejor conocido como “El emperador amarillo”. Cuenta la mitología que este monarca reinó a partir de 2698 a.C. y es considerado uno de los legendarios padres de la civilización y canon médicos chinos. Lo hizo durante los tiempos de la cultura tribal Yangshao y se le reconoce como el primer gobernante de China por haberla extraído de la barbarie otorgándole las pautas y organización necesarias que la convertirán en el sólido imperio del que hablan los historiadores.
Modelo ritual, juez moralista, engendrador de los clanes originarios, y pionero entre los estratos dominantes, Huangdi asume el amarillo no solo por haber poblado las cuencas del río que lleva tal nombre: Él es hijo de los cielos gracias a Huanglong, amarillento dragón divino que ilumina el camino hacia la eternidad y que confirma su naturaleza inmortal.
Danzas cromático- lumínicas
A medida que la cristiandad medieval se consolida, las significaciones del amarillo sufren modificaciones y adquieren connotaciones cada vez más ambivalentes, peyorativas e, incluso, francamente excluyentes: se asume como barniz de la infamia de Judas y con ello, de los musulmanes, los herejes y especialmente los judíos; se convierte en seña de mentira y de locura. En resumen, se encarna en el color de los despreciables y los traidores, aunque no así en Asia ni Oriente Medio. De la antigua admiración egipcia en sus ritos funerales hasta la Edad Media y el Renacimiento temprano, pasó a vestir la deshonra: según Lutero, a los mendigos se les reconocerá por sus ropajes amarillos, al igual que a los deudores; a las pecadoras madres solteras por los gorros amarillos sobre sus cabezas, similar a las prostitutas de Hamburgo identificadas por un pañuelo de dicho color. Curiosos hechos estos, considerando que para los siglos XV y XVI ya la pintura abrazaba la divinización cristiana de la luminosidad del Sol y el tono áureo, tal como ilustra el icónico lienzo El bautismo de Cristo, de Piero della Francesca.
Completada en 1450 y considerada la primera pintura al aire libre de la época, es una obra repleta de calculada geometría e impecable perspectiva en la que la relación del hijo de Dios, los ángeles y San Juan el Bautista, conversa en franca simetría visual con las nubes, el paisaje de una mítica Umbría y el curvilíneo trazado del río Jordán. Toda la escena alumbrada por un arco de tonalidades amarillas bañado por el destello solar. Con la excepción de la cabellera de Venus en El nacimiento de la primavera de Botticelli, no habrá mucho amarillo en la pintura occidental hasta la llegada del impresionismo, hecho predecible dada la relación que sus principales ejecutores establecieron entre la naturaleza y la danza cromático-lumínica expresada en el paisaje. No quepa duda, sin embargo, que los avances en la química y el desarrollo del intercambio mercantil catapultarán la diseminación de los pigmentos artificiales entre los artistas, quienes, casi obsesivamente, se preocuparán por la durabilidad y preservación de sus lienzos.
Dice Theroux que de los cuadros de Van Gogh chorreaba una luz dorada de intenso ocre, y cita como muestra El retrato de Armand Roulin, Campo de trigo con cipreses, y su magnum opus La noche estrellada. Es sabido que el genial y también perturbado artista siempre sospechó que sus lienzos sucumbirían al desgaste del tiempo, ya que empleó en ellos el amarillo de cromo, pigmento que a pesar de su toxicidad gozó de popularidad gracias al bajo costo. Quizás por ello, consideran algunos, fueron tan gruesas sus pinceladas.
En La noche estrellada, el neerlandés se separa de la paleta impresionista e inventa una naturaleza deformada y radicalmente distante de sus trabajos anteriores: once estrellas y varias nebulosas surgidas de trazos en espiral, danzan esparcidas un tanto caóticamente en el firmamento azul. Las acompañan un halo lunar creciente que podría figurar la silueta del Sol y la fuente de iluminación que Van Gogh persiguió mientras completaba este cuadro confinado en un local psiquiátrico meses previos a su muerte.
En la estación primaveral domina el verde y todo tipo de flores; verano y renacer son también amarillo incluso para los girasoles que instintivamente, gracias al heliotropismo buscan al astro mayor de este a oeste, hora tras hora, hasta la llegada de su fin. Señal de vida, luminosidad y búsqueda del amor, los girasoles nos transmutan a uno de los tantos mitos del Olimpo en el que Clitia, osadamente enamorada del prohibido Helios, es rechazada por este magno inmortal. En espera de tal imposible amor posada sobre una ventana, la ninfa se convierte en tallo y flor, en girasol que eternamente mirará en dirección al Sol buscando el rostro del Helios que nunca tuvo. El amor, esa visceral y contradictoria sensación aludida en esta historia, podría mirarse y soñarse en amarillo; e incluso, —experientia proprium—, conjugarse en amarillo mientras enceguecido por las sacudidas del corazón amante, se es presa de la stendhaliana flecha del enamoramiento.
La cita de Theroux que cierra estas anotaciones, a mi modo de ver, establece lo que, tratados, ensayos, y estudiosos han pretendido concluir sobre aquel tono sin lograr la sobriedad y contundencia de sus palabras: “Pocos colores producen en el observador una tal sensación de ambivalencia o dejan en él connotaciones y contradicciones tan potentes y viscerales: deseo y renuncia; sueños y decadencia; luz brillante y superficialidad. Oro aquí, aflicción allá. Una dualidad de opuestos parece misteriosamente constante”.
Jochy Herrera es cardiólogo y escritor. Autor de Fiat Lux: Sobre los universos del color (Huerga y Fierro Madrid 2023).