Brevísima historia del Vellón y su representación viajera

Brevísima historia del Vellón y su representación viajera

La grandeza de una investigación estriba muchas veces en su condición de cuestión abierta. De pregunta que no se cierra sin que pueda ser retomada. Una buena investigación comienza con una pregunta y sigue con otra. Tal como lo establece el filósofo austriaco Karl Popper en El mito del marco común (1997). Me permitiré un paréntesis para ver un elemento que me parece muy importante en el libro del historiador Amadeo Julián “Economía, circulación monetaria, población y real Audiencia en Santo Domingo en los siglos XVI, XVII y XVIII” (AGN, 2024).

La historia de las monedas es atractiva porque ellas son una representación del valor de las cosas. Valores que entran dentro de los acontecimientos temporales y las subjetividades de los seres humanos. Trazar el decurso del vellón en esta obra me intriga porque el lenguaje aun la incluye. En República Dominicana esta palabra no tiene muchas menciones. Parece que su uso desapareció de la vida cotidiana. Los diccionarios que he consultado no la recuperan. Tampoco la memoria de los abuelos más cercanos.

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La moneda de vellón (tan de alcurnia medieval como el marco y el maravedís) me es familiar en las andanzas de las palabras: en Puerto Rico aún existe como fantasma de una época. Hay monedas llamadas vellón de diez y vellón de cinco, depende en qué espacio se encuentre el boricua, si en Ponce o en otro lugar. También existe la frase “le pegó un vellón”. Y da nombre al aparato automático de tocar discos de 45 revoluciones por minuto, la “Vellonera”. Existe el verbo vellonear y el velloneo… (María Vaquero, “Tesoro lexicográfico de Puerto Rico”).

Los cuartos y el peso siguen campantes en las hablas de Santo Domingo. En mi memoria no me falla de haber escuchado otras nominaciones también de baja denominación: el realito, de 10 centavos, el medio de 5, y el clava’o, de 20. Y todas tienen raíces añejas, como si fueran castizas marcas de fábrica. Las monedas acuñadas en Santo Domingo tenían una S para que se supiera que eran de estas tierras. Para que no fluyeran a otros dominios del rey donde las monedas tenían otro valor.

Señala Julián que cuando se establece la Casa de la Moneda en Santo Domingo, por Real Cédula de 3 de noviembre de 1536, se limita la labor de acuñamiento a las monedas de plata y vellón. Las monedas de plata debían ser en el cincuenta por ciento de reales sencillos de “a dos y de tres” (62) “y la cuarta parte de medio reales y cuartillos”. Se establece el cuño para esos. El valor asignado era de 34 maravedís. Entonces, la moneda provincial tenía un equivalente a la acuñada en Sevilla.

La protesta de los isleños no se hizo esperar porque el rey colocó en la ordenanza, con el regalo de la Casa de la Moneda, un pescado podrido. Bajó el valor que tenía la moneda establecida, como dicen los vecinos, pues “los reales de plata tenían un valor de 44 maravedís y ahora la moneda provincial solo tenía el valor de 34 maravedís” está claro el daño que los vecinos y tratantes recibirán y el desasosiego que causaría en la población” (64). Eso significaba devaluar las riquezas, encarecer los productos que venían de la Península y arruinar a los tenedores de deudas. En 1938, el rey no acogió las quejas de los vecinos de Santo Domingo.

Muestra el historiador las continuas demandas de los vecinos sobre el precio de la moneda. También sobre la ausencia de plata para acuñar. Vemos cómo esa representación, que es también máquina de la economía, entraba en la crisis del valor y del poder. Pues los negocios no comenzaron bien. Y los de allá no parecían muy dados a ayudar a los de acá y los de estos lares entendían que no podían llegar más lejos. Cartas del cabildo que van y quejas que terminan; cédulas que vienen. Un fluir de intereses y representaciones simbolizadas en la moneda de una plata que no tenían.

Los oidores reales y otros funcionarios ya sabían que: “donde se cae un abogado, resbala un cabro” y al ver las diligencias de los valores del real y los maravedís que actuaban como moneda general (como el dólar de hoy), pidieron que les pagaran en oro. Así como los tenía el rey y los descendientes de Colón. “Reiteraban que “les pagaran sus salarios en oro fino de las minas” (73). El lío del valor terminó en 1541, con el establecimiento del valor de cambio de 44 maravedíes por real en lugar de los 34; esto solo por cinco años, que era lo que duraría las labores de acuño en La Española.

En la Real cédula del 1541 nace la moneda de vellón: moneda de cobre, de a dos maravedís y de a blanca: un marco de cobre con ocho gramos de plata. En 1545 la moneda provincial de Santo Domingo debuta en los escenarios indianos, pero con valor de 34 maravedís, como se estableció originalmente. Y quien la rechazase tenía la pena de diez maravedís. Por lo que la centralidad real estaba impuesta sobre los comerciantes que querían “hacer república” en una monarquía como la de Carlos V.

El historiador Julián dice que a mediados del siglo XVI entró en un proceso de transformación porque el cobre había aumentado de valor y se redujo la cantidad de plata de la moneda de vellón. Tuvo tal suerte que “quedó envilecida”, para terminar como una moneda solo de cobre. De esta forma se evitaba su extracción de la isla. La circulación de esa moneda fue cada vez menor” (86). Su prohibición trajo problemas “porque no había moneda con qué tratar” y prefirieron devaluarla. Porque la moneda de vellón se convirtió en una mala moneda, que ninguno se la quedaba.

Entre buena y mala moneda, y el “a mí que me paguen en moneda fuerte” … y la devaluación que siempre favorece a unos y arruina a otros; la isla pasó a la carestía de los artículos de primera necesidad. Así que el problema, discutido en cédulas y memorandos, fue a parar a la boca del pobre y a las de las señoras que venden en el mercado, que no tienen siempre el recato de usar las palabras que se usan en cortes y mentideros coloniales. Por lo que el lenguaje en su habla debió haber mencionado algunas progenitoras. También a oídos de un cura dramaturgo, don Cristóbal de Llerena, que ensayó un entremés que le costó la expulsión, poniendo en evidencia que la libertad de prensa llega a hasta que los que tienen los fusiles se presentan frente a tu iglesia. Y la colonia no tenía ni plata ni oro. Entonces se hizo más popular la frase “la cosa está mala”, que si esto no cambia “yo regreso a España” o que ojalá Dios me ponga un pie en el Perú.

El vellón sigue su historia. De México nos dicen que por allá siguió cantando rancheras. Pero en Puerto Rico queda grabado en variadas obras. El diccionario de puertorriqueñismos lo recoge como moneda de diez y cinco centavos; como término en decadencia, según Navarro Tomás; como ficha. También le da sabroso nombre al níquel americano. Muchos lingüistas los definen igual, solo con la particularidad de Ponce y el sur de la Isla (Álvarez Nazario). También significa hablar en exceso; hacer promesas, cucar, hostigar; molestar o tomar el pelo. Así que el vellón era tan popular que llegó a nuestro cachondeo; a la risa con la que tomamos todo: una Casa de Monedas de plata donde no había plata; una moneda de vellón donde no había cobre o en una colonia donde resultaba más cara “la sal que [comprar] el chivo”. ¡Vaya usted a saber!

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