"Remedio la bella hija de Arcadio y Sofía de la Piedad y Rebeca, niña huérfana adoptada por los Buendías".
La iniciativa nueva de Verónica Sención tiene una extraordinaria importancia. No solamente es un propósito que asocia la pintura y la literatura a un nivel singular, sino podría alcanzar una acogida –continental- que esta incansable animadora y amiga no ha previsto.
Desde su juventud, ella ha sabido relacionarse con gente e instituciones sobresalientes, celebrando actividades a la vez esperadas e inesperadas. Su labor de emprendedora puede considerarse ejemplar, si no único en nuestro medio.
Grandes temas para Verónica Sención conciernen a las humanidades y el humanismo, pero la literatura y las artes visuales, “lenguajes” comunicantes, siempre han sido prioritarios entre sus proyectos.
Los éxitos suyos, como editora afín con la tradición y su pluralidad expresiva, incluyendo la inventiva popular, integran la memoria cultural dominicana. Su extensa labor puede también vincular creatividades y creadores de distintos orígenes en un contexto secular e hispánico. Así, se impone su homenaje al inmortal Don Quijote de Miguel de Cervantes, ya con cuadros estupendos de José Cestero.
Luego, Verónica Sención dedicó sus inquietudes a una simbiosis entre poesía y dibujo, solicitando a Elsa Núñez, magistral pintora y poeta aun, ilustrar el poema dominicano más famoso e identificador, “Hay un País en el Mundo”, de nuestro inmenso Pedro Mir.
Ahora, Verónica Sención vuelve a la gran literatura narrativa y nuevamente a su maestro favorito, José Cestero. Le propuso pintar una serie de cuadros para “visualizar” la novela de Gabriel García Márquez, “Cien Años de Soledad”. No resulta sencillo para la gestora cultural, ni para el artista, tampoco para quienes comentan esta asociación entre letras y pintura.
Tres planteamientos
Tres asuntos se plantean necesariamente: recordar una “saga” infinita e incomparable, escrita en el siglo XX, perfilar el talento singular de José Cestero, definir los retos de la ilustración como categoría artística.
Será después de este breve itinerario temático, cuando, escribiendo en “segundo grado”, dedicaremos el análisis a las obras pictóricas, inspiradas por la novela.
“Cien Años de Soledad”, dentro de la nueva novela latinoamericana, une a la totalidad del lenguaje, la totalidad de la visión, real y surreal. El escritor pone en evidencia las situaciones individuales y colectivas, cumpliendo hasta una función de denuncia de sistemas impuestos y/o importados, y simultáneamente exalta los valores locales auténticos: temperamentos, creencias, tradiciones, hasta los excesos.
La imaginación enriquece el desarrollo descriptivo de la trama y sus protagonistas, lo fantástico hace coincidir lo real con el mito.
El novelista pone en escena tipos familiares y generacionales, sicológicos y sociales, y la secuencia de acontecimientos bien trabados se desarrolla hasta el desenlace, dentro del contexto acorde con un destino ineludible. Un significado profundo se desprende de la ficción que posee proyecciones históricas.
Las primeras y las últimas líneas son insustituibles
El mundo novelesco sobrepasa los límites geográficos, se identifica con la vida misma, “afecta a todos los hombres”, según las palabras de Carlos Fuentes. “Cien Años de Soledad” se ha convertido en paradigma de esta irradiación, de esta difusión universal, que busca la verdad mediante la libertad de la imaginación, enriquecedora de los hechos y la realidad.
Si hay un maestro dominicano cuya obra corresponde a esa creación de mundo y libertad de expresión, es José Cestero, al mismo tiempo un académico perfecto y uno de los pintores más libres e independientes en su lenguaje artístico. Su brillante carrera tendrá un espacio propio en el libro y su índice: nos limitamos a definir su estilo particular. José Cestero convierte los espectáculos –ciudad, naturaleza, seres humanos- en visiones, espejismos, metáforas de su percepción, y más aun de su vida emocional e interior.
Siendo capitaleño de nacimiento, Santo Domingo es su marco de vida, de vivencias, de andanzas. El dota a los escenarios de sentimientos, de alma, de aprehensiones, y entabla con ellos un diálogo deslumbrador. Hombre de vasta cultura –sin que se jacte de sus referencias-, también saca y “representa” modelos, surgidos de obras literarias o de imágenes reproducidas, como si él las observara directamente. Así sucedió con el famoso caballero andante: hay un cierto parecido físico, sobre todo con el José Cestero de hoy.
Con la encomienda de Verónica Sención, que le suministró fragmentos de “Cien Años de Soledad”, esencialmente referentes a los personajes, el artista hizo una serie de cuadros que ilustran páginas de la novela y transmiten el embrujo de la narrativa, de protagonistas y atmósfera, de realidad imaginaria y desmesura onírica.
La buena ilustración es una máxima expresión del arte, con una dificultad especial: el ilustrador debe a la vez crear y recrear, con fuentes de inspiración exteriores e interiores. Sin traicionar al autor del texto, su estilo, su ficción, cada imagen es un “espejo” de la narrativa, llevada a la expresión visual, una apropiación y una reinvención imprescindibles.
Nos parece recordar que, en tiempos pasados, José Cestero se apropió un personaje de Gabriel García Márquez, la “cándida Eréndira (y su Abuela desalmada)” y también, en otra pintura, recreó el agobio de “El Otoño del Patriarca”. Ahora bien, estas ya lejanas coincidencias garciamarquianas, se produjeron en un contexto totalmente distinto y “motu proprio”.
Cómo José Cestero nos hace ver Macondo
José Cestero se entusiasmó por la propuesta de Verónica Sención y le respondió con una secuencia de obras, y su estilo inconfundible, que, es, si lo pensamos bien, el único en el arte dominicano, susceptible de corresponder a la atmósfera real-imaginaria -también única en lo literario-, que Gabriel García Márquez ha poblado en “Cien Años de Soledad”.
Nos permitiríamos una observación. Del mismo modo que podemos leer esta novela, con método desde el principio hasta el final, que igualmente la gozamos (re)tomándola por capítulos, que increíblemente hasta sus frases leídas al azar se abren al encanto, igual deslumbramiento surge con las pinturas ”cesterianas”. Toques y pinceladas, partes y formas, estructura y composición completas, comunican iguales y sucesivos deleites, visualizando aquella inolvidable aparición: ”Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava, construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas, que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
La primera obra de Cestero, “Vista panorámica de la ciudad de Macondo” sumerge al espectador en ese ambiente natural, aldeano y antediluviano (para quien ha leído la novela, cabe el adjetivo), el pincel pasea y apenas se detiene…. La magia impera en un neo-impresionismo luminoso.
Y, muy inteligentemente, el espacio integra, en la segunda obra a los dos protagonistas centrales y primigenios de una estirpe de siete generaciones, José Arcadio y Ursula.
Les coloca –es iniciativa del artista- en el mismo centro del paisaje, tomados de mano, construcción simétrica que no deja de ser alegórica.
El paisajismo urbano de José Cestero está cargado de fervor y de remembranzas, fascinante metáfora de su percepción y de su vida interior confundidas…
El se adueña del lugar y devuelve, reinventándolo, un ámbito citadino tan verosímil y localizado como el verdadero. Sucede igual fenómeno para el interior de la casa, pintura expresionista y desenfocada: nos referimos a Rebeca, su pianola y su novio.
José Cestero emociona cuando pinta el entorno macondiano, sus casuchas, su rusticidad desoladora. La paleta labra una tierra árida y de destino anunciado, iluminada por un sol abrasador. Su paisajismo, en estos cuadros, viaja por panoramas confusos y difusos, realidades, encantos, ilusiones, desgracias, no importa que lo “habiten” o lo abandonen personajes impredecibles. El cielo cambia aun sus colores, el amarillo domina una y otra vez…
Ahora bien, hay cuadros que, a una autonomía de expresión visual, tanto para el pintor como para el espectador, prefieren una verdadera ilustración de sucesos, determinantes en el (con)texto y su evolución.
Así, la llegada del ferrocarril en su viaje inaugural y, en otra imagen, el pequeño cuerpo yacente del coronel José Arcadio Buendía con un soldado en primer plano, se convierten en elementos sobresalientes de imágenes evocadoras.
La impronta humana incontenible, la explotación empresarial foránea, los elementos naturales llevan a Macondo hasta un fin de “pavoroso remolino de polvos y escombros”…
Si José Cestero trata el medio ambiente con una pericia ligera, y las pinturas descartan esta visión final, sin embargo sus toques, aéreos, borrosos, vibrantes, movedizos, pueden convertirse en una premonición del desastre. ¿Gestualidad voluntaria o espontánea? Lo ignoramos.
Personajes inconfundibles
Las imágenes brindan un continuo encantamiento, real-fantástico. Cada trazo, cada signo, cada recurso grafico-pictórico –dibujo y pintura se funden- propicia un ilusionismo que sacude y seduce: José Cestero se compenetra, a su manera inconfundible, con el original, hoy literario.
En muchas de las obras, no cuentan tanto las delimitaciones formales como las vibraciones y las palpitaciones, quedando sin embargo la composición coherente y articulada. Desde una pintura, a la vez liviana e intensa, y un tratamiento libre que nuestro artista sigue controlando, entabla un diálogo, como si él viviera concretamente aventuras y desventuras macondianas. ¡Un protagonismo de excepción, pero casi previsible!
Nos gustó la interpretación de los héroes y heroínas, acorde con sus respectivos temperamentos y personalidades, insólitos siempre. Volvemos a encontrar aquí “retratos imaginarios”, otrora tomados de la calle, de la actualidad, de la historia, de las artes, fantasmas bien activos… Ahora, José Cestero se apropia de “Cien Años de Soledad”, de sus aberraciones geniales y fantasías absolutas. Estas criaturas, tan vitales como condenadas, resucitan, y tal vez lo más estupendo es que… el estilo del autor les transfiere y trasciende mágicamente…
Cada una vive, auténtica, gracias al pincel, y reconocemos sus dimensiones, sus atractivos, su idiosincrasia dentro de la novela.
Así, la matriarca Úrsula, enérgico y efectivo soporte de gentes y generaciones, ”descrita” con un rostro firme y centrado, o el formidable gitano Melquíades, oráculo visionario, empujando su carretilla, o el infeliz músico Pietro Crispi, enfocado en el cuadro más acabado y tradicionalmente hermoso…
Ahora bien, hay heroínas que inspiran unos grandes “Cesteros” inconfundibles, trascendidas y reverenciadas, irradiantes y líricas aun. En esta capacidad maravillosa de tomar la ficción por hechos concretos y vividos, el genio de la transmutación recrea a criaturas, siendo cada una comprometida con alguna extrañeza.
Así, plasma a Rebeca, la niña huérfana cargando los huesos de sus padres, en una esplendorosa pintura, florida por un flamboyán (¿?) , y de la sublime Remedios la Bella, él transparenta su levitación en un cielo tormentoso.
Luego, las junta, misteriosas, en un mismo cuadro, como chiquillas buenas y plácidas. Tampoco se olvida de Amaranta, verdadero retrato en primer plano donde no falta la mortaja inmaculada e interminable.
Las propuestas pictóricas van sugiriendo la simbología sacada de la novela, una presencia, casi omnipresencia, de la desaparición y la muerte, inevitable y profetizada.
Otras huellas de José Cestero
Impresiona, desde siempre en los cuadros de Cestero, el uso de la escritura, intitulado y mensaje, ritual y grafismo. Ahora, no la esmera tanto, hasta nos obliga a adivinar esta grafía sistemática. Así mismo, él rodea cada imagen con un fino marco interior, de delineación sensible.
José Cestero vive tanto su arte que su pintura sobrepasa el tema o el episodio plasmado, y que él necesita…. estar dentro, participando, protagonizando la situación…
Lo encontramos aquí, en una encantadora composición ritmada, que reinventa un parque de Macondo… y no vemos como casualidad que esté conversando con Gabriel García Márquez, animadamente.
El novelista forma parte de la realidad activa y diaria de Cestero que llega a sumergirse en los encuentros literarios.
Nos fascinan y divierten estos retratos imaginarios de García Márquez –rejuvenecido—con el gran escritor mexicano Carlos Fuentes –imponente-, dos amigos y genios juntos.
Ahora bien, el cuadro más poético de esta serie singular es el rostro de simplemente “Gabo”… para Cestero e incontables amigos. El pincel se fuga, vuela, salta, suelta las mariposas amarillas, y nos hace recordar que un poeta comparó la mariposa a una flor que revolotea.
Es explosión de color y de luz, es el embrujo de “Cien Años de Soledad” que la mano, el corazón y la mente de José Cestero nos han obsequiado.
Lamentamos que Gabriel García Márquez y José Cestero no se hayan conocido, y que solamente nos quede imaginar su amistad.