Tanto despliegue de oraciones y frases, tanto furor en la denuncia y el reclamo. Cada minuto un latigazo verbal para conseguir la expulsión de tanto infiel en el templo y exorcizar los demonios enquistados en cada rincón de la administración pública.
No hubo miramiento. Nadie estuvo exento del agravio. Se sucedían las prédicas y los gritos con imputaciones y burlas contra hombres y mujeres públicas. Cada día un nuevo portal, cada instante un “influencer” acusaba.
La intimidad expuesta, había una competencia entre los redactores de agravios. Fue la multiplicación de la injuria y la amenaza. Los autores alabados y satisfechos con las aclamaciones.
Montesinos se quedaba atrás con su sermón. Improvisados predicadores suplían la falta de aquella proclama liberadora.
Todos embaídos escuchábamos la solfa redentora contra los males que nos agobiaban. Beatífica incumbencia.
Alguien besó las frentes para que por doquier durmientes despertaran como la princesa del bosque.
Fueron iluminados y cual Mariana con gorro frigio, más que Juana Saltitopa con cubeta, las calles quedaron pequeñas para sus soflamas. Fue un avivamiento tonante, contundente.
Muchos, sin antes haber pronunciado una palabra contra nada ni contra nadie, descubrieron las miserias criollas.
A sus áticos el barullo no llegaba, aunque el situado sí. Decidieron enfrentar la calamidad. Luchar contra la atrocidad que les permitió vivir, desde el siglo pasado, cómodos, disfrutando privilegios sempiternos, construyendo su buen nombre con buen recaudo. Atisbando, esperando el acaso, la oportunidad para descollar.
Faltaban páginas, redes, ondas hertzianas, para tanto decir, insultar, culpar. Deletreaban, mañana, tarde y noche consignas liberadoras. Crearon batallas inexistentes, conflagraciones imposibles.
La conspiración los desvelaba, la interceptación de conversaciones les mostraba el camino. Rescataron himnos que entonaban los valientes cuando la sangre teñía esquinas y zaguanes y el patriotismo no era un turno para administrar el erario.
Legión de virtuosos, ególatras sin recato, argüían que su reclamo era absolutamente límpido, ajeno a banderías partidistas.
Su única pretensión: construir un país mejor.
Después del 16 de agosto la intención inmaculada ha tenido que aceptar obligaciones públicas como una manera de seguir construyendo ese país.
Es un sacrificio, a pesar del apartidismo. Niegan que sus constantes resabios éticos, la manipulación de la información servida, el activismo frenético, obedeciera a mandato alguno. Desmienten que la actitud correspondía a una exitosa narrativa que ahora premia con decretos, la opinión independiente.
Ha sido el florecimiento incluso para otoñales que se desgañitaron pidiendo, clamando. Desinteresados escribidores de las demandas, diseñadores de un paraíso que los tiene como portadores de la buena nueva. Arcángeles, querubines, indemnes a las tentaciones inviables en el edén diseñado.
Y de repente el silencio. No hay disenso, la uniformidad agobia. Asoma la quietud que eterniza la plegaria, como escribe Pedro Mir, pero sin ningún ruego.
La historia de la complacencia mediática con los gobiernos enriquece, pero no hay precedente aleccionador que permita comprender la actitud generalizada. No hay premisa válida para comprender el fenómeno.
Los presidentes mediáticos del siglo pasado y principios del XXI, supieron seducir a los medios de comunicación y gobernar durante un tiempo más que con armonía con identificación.
Delgada la línea que separaba control con enamoramiento. La irrupción y dominio de las redes crea otro escenario. El temor a su poder es real por incontrolable y la connivencia confunde.
¿Quién teme a qué o a quienes para que prime la callada? ¿Qué ha pasado para que la opinión publicada sea una letanía monocorde de aceptación, sin reparos, con amén reiterativo?
Quizás sea la resaca, esa retirada de las aguas luego del triunfo y la compensación. Es oasis sin desierto, calma que no augura tormenta. Decía el periodista mexicano Francisco Martínez de La Vega: “Cuando el periodista ataca, se suele pensar que busca la paga; cuando aplaude, se dice que ya lo consiguió; y si ni aplaude ni censura se perderá en el anonimato”.
Después de tanto ruido y victoria, la bulla también ha producido una perniciosa afonía que desnuda. Es tan extraño el silencio. Provoca nostalgia, necesidad de esas voces autónomas.