1. Comprender que la cultura es el eje transversal de toda transformación social. Que no hay verdadero cambio social sin cambio cultural, sin participación plena de la cultura.
2. Comprender que lo social no se puede construir sin lo cultural, pues ambos son indisociables. Que no hay construcción de lo nacional y lo identitario fuera de la cultura. Que si la cultura es el eje transversal de todo cambio social (dicho en lenguaje vanguardista: de toda transformación revolucionaria), la identidad es a su vez el eje transversal de toda cultura. Que no hay identidad sin memoria, sin memoria cultural. Que no puede haber identidad nacional si no se valora la cultura como hecho sígnico: como presencia, huella y archivo. Que sin memoria cultural sencillamente no hay nada: ni identidad, ni institución, ni nación, ni Estado. Que sin ella nada somos y apenas existimos. Que no hay lugar fuera de la cultura.
3. Comprender que la cultura no es barniz, ni adorno, ni ornamento, ni decorado estético, ni artículo de lujo, ni simple mercancía de consumo (aunque se comercialice y se consuma), ni mero espectáculo, sino algo mucho más profundo y esencial: totalidad de lo existente, territorio de sentido, campo de acción, promesa de emancipación, modo particular de ser y estar en el mundo.
4. Comprender que cultura no es sinónimo de educación. Que, si bien ambas se relacionan íntimamente, son cosas distintas, complementarias pero distintas. Que la cultura no se reduce ni a la educación formal, ni a la instrucción escolar, ni a la economía de la cultura (la economía naranja o del ocio), ni al turismo cultural, ni a la diplomacia cultural, ni a ninguno de sus dominios parciales, pero que sí los puede (y los debe) incluir y potenciar.
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5. Comprender que la cultura es un mecanismo eficaz para reactivar la economía. Que hay una comprobada rentabilidad de la economía de la cultura. Que los Gobiernos y los Estados nacionales deberían tomarse más en serio la cultura -igual que la educación- como una inversión; no como un gasto, sino como una inversión para el futuro desde el presente.
6. Comprender que se hace necesario erradicar definitivamente de las gestiones ministeriales ese lenguaje pseudoilustrado de “llevar el arte y la cultura al pueblo”. Que nadie, ni siquiera el más culto e ilustrado, el más savant, “lleva” la cultura a la gente, que el “pueblo” es algo más que ese conglomerado amorfo, ignorante, analfabeto, atrasado en el imaginario de la élite política. Que no hay tal “noble” gesto de parte del burócrata que pretende falsamente “llevar arte y cultura”, que su acción para nada “eleva” el nivel cultural del pueblo, puesto que no hay nada que elevar. En fin, que el arte y la cultura ni se llevan ni se traen: se dan, se producen como fenómeno social, como acontecimiento, aquí y allá, a cada instante, como cuerpo vivo en permanente reproducción, por obra de un sujeto social que es plural y no por acción de un funcionario cultural “iluminado”.
7. Comprender que, como proceso y resultado, la práctica cultural supone tres competencias o momentos esenciales: un querer-hacer, un poder-hacer y un saber-hacer. Que estas tres competencias están íntimamente ligadas y son indisociables, que deben coincidir y conjugarse para que toda acción cultural sea exitosa y eficaz. Que muchas gestiones ministeriales no superan el momento del querer-hacer, que fracasan por escasa visión de las posibilidades reales y concretas de ejecución, así como por desconocimiento del campo particular de acción. Que fracasan precisamente por falta de un poder-hacer y un saber-hacer.
8. Comprender que la gestión cultural siempre debe cumplir una exigencia, responder a una demanda de la sociedad, satisfacer una necesidad real de la comunidad; que gestionar la cultura con eficacia y competencia no debe confundirse con un mero capricho de un ministro de turno, ni con la veleidad de un antojadizo funcionario, uno y otro imbuidos de ambiciones personales o de grupo, ni mucho menos con la intención de convertirla en instrumento útil a las aspiraciones de un partido o de una figura presidencial.
9. Comprender que, al final, la cultura siempre resiste y sobrevive a ideologías y religiones, a partidos y partidarios, a Gobiernos y gobernantes, a ministros y funcionarios ministeriales, a presidentes y presidenciables. Que ella no debe ser ideología ni instrumento de dominación de los poderes establecidos (Estado, Gobierno, prensa, banca, Iglesia o iglesias…). Que su vocación es la de ser ese espacio maravilloso, a la vez lúdico y reflexivo, esencial para la recreación y la emancipación humana. Que apostar por la cultura es apostar por su poder emancipador. Apostar por la vida misma como fenómeno de sentido.
10. Y, finalmente, comprender que, después del político indiferente e insensible, el burócrata cultural es el mayor enemigo de la cultura.