En todo occidente se refleja un comportamiento de desobediencia al cumplimiento y a la prudencia que amerita una sociedad que ha tenido pérdida de miles de vidas, de contagios, de sufrimiento, de miedo y pérdidas económicas. El comportamiento ha sido irresponsable, indiferente y de negación en aceptar el dolor individual y el dolor colectivo.
Ahora más que nunca el ser humano ha evidenciado la susceptibilidad de ser influido y condicionado por las reglas del mercado; De nada ha servido la cuarentena, el distanciamiento social, toque de queda, pruebas rápidas, pánico, ansiedad, insomnio, depresión y hasta suicidio. El ser humano no ha reflexionado, se niega a buscar las nuevas respuestas, los para qué, los cómo y los por qué de una vida que parecía segura y de economías que parecían blindadas, apenas en dos meses nos encontramos de rodillas, impotentes y temerosos.
El comportamiento cerebral se deja expresar en la necesidad que tienen las personas en la búsqueda de las autogratificaciones inmediatas, la adicción al consumo, al gasto desmedido, a la libertad sin conciencia y sin responsabilidad; en fin, las personas funcionan motivados por su dopamina, su endorfina, su sistema simpático, su hipocampo que les recuerda toda su historia de placer, de bienestar, para activar el núcleo accumbens y todas las otras estructuras que se estimulan a una existencia autogratificadora y cortoplacista.
Ese comportamiento no es de la nueva normalidad, mas bien, es de las viejas normas aprendidas de vivir para el parecer, para la brusquedad de la notoriedad, la legitimidad y de lo tangible en la posmodernidad.
En todo occidente se hace fila para comprar, consumir, volver a los gimnasios, a la belleza, al culto del cuerpo y de la superficialidad de una vida ligera, banal y hasta nacionalista en reclamar derechos cuando se trata de la conquista del placer.
En Latinoamérica esa nueva normalidad desafía la obediencia, la autoridad, el orden, para apoyarse en la cultura de los endogrupos, del gregarismo y el colectivismo no normalizado por la exclusión, la inequidad y la marginalidad normalizada y hasta patologizada en algunas áreas.
El covid-19 desató y puso en evidencia en todo el mundo la pobreza sanitaria, la pobre inversión en salud, la fragilidad de los empleos y la distribución desigual del crecimiento económico y desarrollo social.
El mundo no está preparado ni para pandemias, ni para guerras, ni para catástrofes mundiales. El mundo existe para la economía, y los servicios se prestan para responder al corto plazo, al movilismo social de las necesidades primarias del corto alcance, del entretenimiento y del escapismo de las mayorías que sobreviven y se han acostumbrado a esa normalidad de pobre contenido existencial.
La economía del comportamiento y los resultados sociales y de servicios, nos han enseñado que vivimos en el S.O.S: donde el ser humano es una consecuencia, un número estadístico, una posibilidad que existe para las leyes del mercado.
La existencia y el respeto por la vida, la equidad y la valoración de la naturaleza y el contenido espiritual no son significativos como un hecho transcendente para la convivencia humana.
El desastre y daños colaterales del covid-19 no han llevado a la reflexión al liderazgo mundial, a los actores económicos y reformadores de políticas públicas.
Seguiremos con la vieja normalidad, los viejos hábitos, las normas existentes desiguales y excluyentes; seguirán los desempleos masivos, la distribución desigual, las hambrunas, desnutrición y las inseguridades en todos los órdenes.
El mundo y las personas poco han aprendido de las pandemias. Cada quien necesita libertad, sentir placer, auto-gratificarse y respirar la vida de la existencia del parecer que ha llevado a millones de personas a renunciar del ser.
Literalmente es una vida de autoengaño y de irresponsabilidad social, de pobre significado existencial y amante de lo material, todo esto no los ha evidenciado el covid-19. ¡Qué pena!