Nuestra participación en el arte de hacer diccionarios no es nueva. Esteban Pichardo y Tapia (1799-1879), quien nació en Santiago de los Caballeros y se trasladó a Cuba, publicó en La Habana el Diccionario provincial de voces cubanas (1836). Siguiendo sus labores se distinguió como investigador de nuestro léxico criollo el distinguido tradicionalista César Nicolás Penson, autor de Cosas añejas, llamado por Rufino Martínez un “versado en cuestiones filológicas” (374).
Las primeras referencias que tenemos de un diccionario de términos indígenas se las debemos a Pedro Henríquez Ureña (Clío, 1933, O. C, Tomo VI, 226) quien, al presentar el diccionario de Emilio Tejera Bonetti, nos dice que fue la continuación de los apuntes que hiciera su padre, Emiliano Tejera Penson (1841-1923), autor de Los restos de Colón en Santo Domingo (1878, 1926) y Palabras indígenas de la isla de Santo Domingo (1951).
Hago este breve recuento con el interés de improvisar un mapa de los esfuerzos antillanos por definir las palabras indígenas y que siguen en Puerto Rico con la publicación del Diccionario de voces indígenas de Puerto Rico (1969, 1977, 1993) de Luis Hernández Aquino. Pero también la red de investigadores que han ido dejando capas sobre capas en el tema. Una acción dada en el tiempo y que se cruza con distintas aspiraciones y formas de entender el pasado de nuestros primeros pobladores.
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Durante más de treinta años este tema de los indigenismos no había tenido una nueva visita. Sigue el paso del positivismo, y la historia del pasado colonial, a la etnografía, a la antropología y al desarrollo de los estudios lingüísticos enfocados en la lexicografía. El doctor Robiou Lamarche regresa a la historia y a la antropología para darnos una mirada distinta, para actualizar y acopiar nuevas palabras. Para clasificarlas donde verdaderamente van.
Este diccionario de 555 páginas y precedido de una breve introducción sigue el esquema trazado en el diccionario de Tejera Bonetti (Indigenismos, 1977) que, como producto del positivismo, buscaba justificar con el documento la definición de cada vocablo indígena. Este aspecto es seguido por el cruce de las distintas fuentes que, en el caso de este diccionario, es sumamente amplio. Desde el inicio vemos cómo el autor no escatima espacio para explicar los vocablos, sino para discutir las fuentes desde una perspectiva erudita. Aquí entran autores muy diversos. Comienza con Bachiller y Morales y sigue con Hernández Aquino.
Ahora veamos un poco la definición de la palabra areíto, que se pronuncia en dos y tres fonemas. Se escribe acentuando la i o no, según la cultura antillana. En Santo Domingo es frecuente acentuarla, en Puerto Rico, no. Robiou, como Hernández Aquino nos presenta las distintas maneras en que se ha escrito: areyto, ariete, arayto.
La entrada está seguida del documento que, en primer lugar, remite a fray Ramón Pané en Relación sobre la antigüedad de los indios; luego pasa a Anglería, a Las Casas, a Oviedo… sin dejar de aclarar el uso de las palabras que no son de la lengua taína, como es el caso de tequina. Cita a Fernando Ortiz, quien resume los instrumentos musicales usados en el baile.
Si pasamos a comparar las definiciones dadas a este término por Robiou en su Diccionario, y las definiciones que aparecen en el novedoso diccionario Tesoro lexicográfico del español de Puerto Rico (TLPR), de María Vaquero y Amparo Morales, notamos que este está más enfocado en cómo los lingüistas han definido la palabra areíto, pero carece de erudición histórica.
Por lo que vemos trazada una historia del vocablo en los distintos usos de los lingüistas y hay pocas referencias a los historiadores. Tampoco aparece el modo que se le ha dado a la palabra en la literatura. La riqueza de las definiciones de Robiou Lamarche están entonces en otras áreas. Como la antropología y la historia. Así que tenemos otras perspectivas del vocabulario que se extiende por el área del Caribe, Perú y México.
Debo agregar que la definición de Hernández Aquino sobre el vocablo areito es sumamente lacónica. Y solo agrega un documento histórico. La fuente de Abbad y Lasierra, que de ahí parece tomarla el TLPR.
El diccionario que hoy presentamos corresponde a la lengua hablada por una cultura ágrafa que existió en el Caribe en un espacio que va desde Isla Vírgenes, Puerto Rico, Santo Domingo, Jamaica y el este de Cuba. Ya está dada su presencia un siglo antes de la llegada de los españoles. Dice Veloz Maggiolo: “Los taínos fueron parte de un proceso de evolución local de grupos arahuacos a partir de culturas agrícolas llamadas ostionoides. Muy posiblemente la cultura taína surge en la costa sur de la isla de Santo Domingo, y rápidamente se extiende hacia el occidente y oriente de la isla” y llega hasta las Islas Vírgenes (Maggiolo, 2012, 40).
La lengua de los taínos se perdió con la desaparición de sus hablantes. Hay historiadores que marcan su final para los últimos años del siglo XVIII. Pero las palabras que se recogen en este diccionario corresponden a las que escucharon los cronistas españoles, aquellos que por primera vez dieron noticias de estas tierras, de las costumbres de las gentes que habitaban en ellas. Cabe a Las Casas, Oviedo, Colón y fray Ramón Pané darnos esas primicias lexicales y definirlas dentro del sistema de la lengua española. Los cronistas franceses de las islas del Caribe hicieron lo mismo, como ocurrió con traducciones al italiano de esos textos primigenios.
El conjunto de palabras son un tesoro del léxico, pero no es la lengua en sí misma. Al ser definida por De Saussure como un sistema y trabajada por Benveniste como discurso, debemos pensar que las palabras taínas existen como huellas de esa lengua perdida, pero vistas dentro del sistema de la nuestra.
Este diccionario es el depositario de esa memoria y es el areíto que le podemos hacer a una cultura extinta. Ella se queda en los nombres de lugares, nos habla desde los poemas de los poetas que la han evocado, de los historiadores que relatan su historia, de los novelistas y poetas que la imaginan; del topónimo que vive con nosotros y, al nominarnos y distinguir el espacio que construimos, nos permite re-imaginar ese pasado.
La importancia de esta obra monumental de Sebastián Robiou Lamarche no se encuentra en la abundancia de páginas y en la erudición que muestra el historiador, que ahora hace aportes innegables también a la comprensión del pasado lexicográfico nuestro, sino en dejarnos una actualización de esta labor que se inicia muy temprano en nuestra cultura antillana, la de recoger el significado de las palabras de los primeros habitantes.
Debemos reconocer al autor la paciente labor de búsqueda. Su esmero en cruzar distintas informaciones. Sus atinadas observaciones, la labor de limpieza y pulimento para dejarnos esta obra que es la continuación de un esfuerzo intelectual en el tiempo.
Esta ha sido la esperada labor de cotejo y explicación del vocabulario indígena realizada por un historiador y con grandes conocimientos de la antropología de los taínos. Su abundante y variada bibliografía que va desde 537-555, muestra la amplitud de su trabajo de investigación, erudición y cotejo. La cadena de investigadores que inició Pichardo y Tapia en 1836 ha llegado hasta nosotros con un aporte formidable. El aporte de nuestro tiempo. Es, en fin, una importante contribución al conocimiento de nuestro pasado y del imaginario de estas islas.